No hay nada realmente edificante para el país, hasta ahora, en el paro convocado por las organizaciones indígenas y populares. Las acciones violentas que rayan con lo delincuencial no constituyen un paro. Un paro es una herramienta del accionar político, y lo que vemos –comuneros subidos en montículos que obstruyen el derecho de otros ecuatorianos a circular por carreteras y calles, campesinos que lanzan proyectiles a la caravana vehicular del presidente de la República, manifestantes armados que obligan con amenazas a cerrar locales comerciales, soldados torturados en comunidades indígenas– es la antipolítica.
El altísimo nivel de irracionalidad en esta protesta dizque legítima desmiente el sentido de las supuestas reivindicaciones. El pretexto –la eliminación del subsidio al diésel– no justifica incendiar una parte del país. Hay muchos estudios que señalan que el subsidio favorece a los que más tienen, a las mafias del contrabando, de la minería ilegal y del narcotráfico. ¿Cuál es, entonces, la conquista de los sectores que protestan y que empeoran la situación de los más pobres? La dirigencia indígena y popular no tiene una agenda política, pues no estarían solo a la espera de un paro innecesario para aparecer en los noticieros del país.
Cuando salgamos de este enfrentamiento absurdo, ojalá más pronto que tarde, los ecuatorianos debemos volver a discutir si la justicia indígena es justicia; si se puede permitir, en un Estado nacional, que un grupo minoritario tome la ley en sus propias manos y viole los derechos humanos de otros ecuatorianos. Quienes criminalizan la protesta son los mismos actores que se presentan como luchadores populares. El Gobierno y los sectores económicos en el poder también tienen que dar respuestas efectivas para ir disminuyendo la pobreza en el campo, creando condiciones para mejorar los ingresos de los campesinos.
Como país hace falta volver a reflexionar sobre la riqueza de la interculturalidad, que parece haber sido tergiversada para servir a intereses de líderes abusivos y obcecados en vender falsas ilusiones de una revolución socialista. Las ideologías no pueden convertirse en cultos de un nuevo fanatismo, pues los discursos incendiarios no exhiben verdaderamente firmeza o robustez intelectual, sino lo contrario; como dice Diego S. Garrocho, “la belicosidad verbal, el uso de un lenguaje insolente o malsonante y el arraigo fundamentalista a credos ideológicos extremos no es más que una forma de cobardía melancólica”.
Profesor de filosofía política, Garrocho ha publicado Moderaditos: una defensa de la valentía en política (Barcelona, Debate, 2025), en el que señala: “El pueblo, las mayorías o la turba organizada no solo no tienen razón en todo, sino que con frecuencia pueden incentivar la comisión de actos execrables”. De modo que ser valiente no es lanzar un coctel molotov, sino atenuar el conflicto mediante la negociación política con la premisa del bien común. Si la política es la búsqueda de disensos ordenados –la posibilidad de escapar de la violencia–, los dirigentes y asesores de las organizaciones indígenas y populares son la antipolítica. (O)