Es difícil escribir sobre cualquier otro tema cuando Venezuela pende de un hilo. No es cuestión de ideologías ni de simpatías políticas: los hechos hablan solos. El sistema dejó de funcionar. A quienes huyen, se los acusa con ligereza de delincuentes. ¿Millones de delincuentes? No. Son sobrevivientes. Personas que vendieron sus últimas pertenencias para pagar un pasaje, jóvenes que cruzaron fronteras a pie, familias enteras que buscan una sola cosa: trabajo, una oportunidad mínima para rehacer la vida. Entre ellos habrá delincuentes –como en todas partes–, pero la inmensa mayoría carga únicamente con su dignidad y una maleta casi vacía.

El exilio no empieza en la frontera: empieza cuando un país vota… y no decide. Cuando la voluntad popular es distorsionada o anulada. Las elecciones recientes, abiertamente estafadas, no solo representan un fraude político: representan un dolor íntimo. Ese dolor de querer cambiar y no poder. De participar en un acto democrático que luego es vaciado de sentido por decreto.

Gobernantes que hicieron del lucro su meta y del poder su botín, termina convirtiendo sus países en Estados narcos. Allí la vida deja de ser vida y se vuelve mera sobrevivencia.

Mientras tanto, EE. UU. se coloca otra vez como árbitro del mundo bajo el paraguas de combatir el narcotráfico. Amnistía narcos cuando le conviene y castiga países cuando le estorban. Como si la democracia fuera una franquicia que se otorga desde afuera. Como si el destino de los pueblos pudiera definirse sin escuchar el hambre, el miedo y la vida cotidiana de quienes realmente pagan el precio.

El mundo se mueve como un tablero de ajedrez mortal: potencias que calculan, países que resisten, pueblos que sufren sin saber cuál será la próxima jugada. Regresa así un mundo bipolar, sostenido no por ideas sino por la fuerza de las armas. Un mundo donde la justicia depende de quién puede imponerla, mientras los más humildes quedan indefensos.

Y el narcotráfico avanza, silencioso y corrosivo, desdibujando límites entre poder y crimen, sin importar el color político del que lo protege. ¿La violencia de Maduro está bien y la de Trump está mal? ¿O al revés? No. La violencia es violencia. No tiene maquillaje. Porque al final no se trata de bandos ni de caudillos. Se trata del pueblo venezolano –y, con él, de todos los que aún creemos en un mundo equitativo–. Se trata de su derecho a decidir, a vivir sin miedo, sin hambre y sin exilio forzado.

Detrás de cada análisis geopolítico hay una vida que se rompe, una familia que se dispersa, un país que vota… pero no decide.

Tal vez la esperanza comience ahí: en recordar que la dignidad no tiene bandera, que la voluntad de un pueblo no es un trámite y que la democracia –la verdadera– se construye desde la vida diaria de quienes la sufren y la defienden. E intentan mejorarla.

Y que al narcotráfico solo se lo puede combatir juntos, sin potencias autoproclamadas jueces, con una justicia internacional democrática y eficaz, de lo contrario la guerra en todas sus manifestaciones será la excusa para la paz.

Mucha tarea por delante para no convertirnos en espectadores de nuestro destino común y ser artífices de cambios necesarios, cada uno desde su trinchera, en el parto de una sociedad equitativa. (O)