Con reanimado orgullo, Rusia celebra el reciente estreno de su nuevo misil hipersónico Kinzhal en su guerra contra Ucrania. Un prodigio de la ingeniería moderna en el diseño de armas que permite matar muchos ucranianos a la vez y destruir selectivamente edificios enemigos. El cohete tiene un alcance de 2.000 kilómetros y vuela a una velocidad diez veces superior a la del sonido. Adicionalmente, tiene un nuevo dispositivo para modificar constantemente el curso del vuelo esquivando escudos o proyectiles antimisiles, antes de impactar en su objetivo de modo letal e infalible. Esto quiere decir que puede ser disparado desde algún lugar fronterizo de Rusia o Bielorrusia y destrozar cualquier objetivo en Kiev en menos de tres minutos, de manera precisa e inevitable. Con este nuevo proyectil, Rusia debería dominar a Ucrania en poco tiempo y sin sufrir bajas, e imponer sus condiciones. Además, el invento asegura la reelección indefinida de Vladimir Putin, cuya discreta popularidad ha crecido entre sus compatriotas desde el comienzo de esta guerra.

No es una película de Hollywood con el siempre joven Tom Cruise. Es la realidad psicótica que vive nuestro planeta en este momento, por causa de la locura inherente a nuestra condición (in)humana. Evidentemente, la ciencia ha progresado más en el diseño de artefactos para matar gente que para salvar vidas. Actualmente, la humanidad tiene armas de destrucción masiva que podrían borrar toda expresión de vida en el planeta en media mañana. Pero todavía no tenemos cura específica y definitiva para el cáncer, el sida, el alzhéimer o el COVID. Aunque podemos diagnosticar dentro del útero algunas enfermedades congénitas de los bebés, no sabemos cómo evitar la aparición de ellas y solo podemos tratar a pocas. Aún no sabemos exactamente las causas orgánicas de las psicosis esquizofrénicas, del autismo infantil y de la bipolaridad, y los tratamientos de los que disponemos son solamente sintomáticos. Todavía no tenemos cura para las enfermedades neurodegenerativas, como la esclerosis lateral amiotrófica, que llevó a mi gran amigo Gustavo a elegir una muerte digna.

En otro orden de (in)humanidad, y sin armas de destrucción masiva, no tenemos solución ni nos interesa construirla para detener las plagas y el hambre que matan cada año a miles de niños y adultos en buena parte del planeta. Ni para disminuir la mortalidad del tránsito. Ni para eliminar el narcotráfico, que mata con sustancias a muchos consumidores en los países ricos, y con fusiles automáticos de última generación a muchos microtraficantes en las calles y en las cárceles del Ecuador, por las guerras entre pandillas. En síntesis, hemos trabajado intensamente y sin descanso para aprender a matar con eficacia a los demás, y no nos hemos dedicado tanto a la tarea de descubrir cómo podemos evitar la muerte de nuestro prójimo. Ese es el espíritu que anima la celebración por el estreno del nuevo misil ruso, para la alegría de muchos (incluyendo algunos ecuatorianos que conozco) y para incrementar las billonarias ganancias de los fabricantes de armamentos, una de las industrias más prósperas de este planeta enfermo. (O)