El ejercicio de la autoridad es un tema complejo a nivel global. Comprender que existe una crisis de autoridad permitiría afianzar la tolerancia entre los seres humanos.

La falta de autoridad afecta la política, instituciones, educación, iglesia, familia y ámbitos donde reinaban la jerarquía y la tradición. La función reguladora del “Nombre del Padre” (la imago paterna) se ha fragmentado, creando la pluralidad de nombres del Padre/autoridades. Los referentes clásicos no son más los sabios, adultos, fundadores, profesores o sacerdotes.

¿Qué Gobierno queremos?

Que hay que parar el desenfreno, que los desmanes se han vuelto la norma… El urgente retorno autoritario se vuelve plegaria. ¿Es eso oportuno cuando la esencia de la autoridad auténtica que implica reconocer al otro, su deseo y discurso, y que busca el consenso para darle sentido a sus actos, deviene en poder autoritario que impone y castiga?

En Qué es la autoridad, H. Arendt afirma que, en la modernidad, la pérdida de autoridad es la última fase de un proceso que debilitó antes la religión y la tradición: “La autoridad fue la más duradera, pero su desaparición trajo la duda al ámbito político, dándole una expresión radical y concreta”. Cuando la autoridad falla, surge la fuerza; su ausencia conlleva enfrentar los retos de convivir sin guías ni creencias tradicionales.

Mirar hacia adentro

A. Kojève en La noción de autoridad plantea cuatro teorías: 1) Teológica: la autoridad primaria y absoluta es Dios (el Padre); 2) Platón: la autoridad emana de la justicia/equidad (el Juez); 3) Aristóteles: la autoridad del saber; trasciende lo inmediato (el jefe); 4) Hegel: relación de autoridad entre amo y esclavo. Toda autoridad tiende a sumarlas.

Es común –señala– que el pueblo reconozca la autoridad del Padre, mientras que la ciudad registra mejor la autoridad del jefe, que excluye al elemento Padre: “La teoría constitucional del Poder amputada (…), así como su realización política implican, pues, y presuponen, una hegemonía de la Ciudad sobre el Pueblo: es una teoría, Y una realidad, esencialmente ciudadana”.

Donde hay cambio hay autoridad; es de quien hace cambiar, no de quien cambia –explica–. Ejercer la autoridad no es igual a emplear la fuerza, ambos se excluyen entre sí. No se puede, sin recurrir a la fuerza, lograr que la gente haga lo que no haría por sí misma si no interviniera la autoridad.

Historias sin sosiego

El derecho solo tiene autoridad para quienes lo reconocen y para quienes lo experimentan sin reconocerlo. “La Legalidad es el cadáver de la Autoridad o, más exactamente, su ‘momia’, un cuerpo que dura desprovisto de alma o de vida”, añade. La autoridad humana es, a diferencia de la divina, esencialmente perecible y hay un riesgo por el hecho mismo de su ejercicio.

En días turbulentos vale reflexionar que “si la Autoridad engendra una fuerza, la fuerza no puede nunca, por definición, engendrar una autoridad política”. Mientras la autoridad sea reconocida, entonces existe. Permitir que los otros se autoricen a sí mismos a poner en marcha, responsablemente, lo que quieren lograr en la vida es lo que revela una autoridad genuina.

P.D. Quien entendió, entendió. (O)