Es Cervantes quien le sugiere a Raúl Vallejo el título de su último libro. Acostumbrada al narrador que figura de manera dominante en su obra literaria, cuando me encuentro con el poeta reacomodo la lectura hacia el rumbo lírico al que me invita, dúctil y caudalosamente. Este nuevo libro me ha producido muchas alegrías: desde su condición de abanico de nueve varillas, lo que le da una rica multiplicidad, hasta los tratamientos, siempre cambiantes de esos nueve sectores.

Bordando hechos próximos y lecturas persistentes, la voz de este libro suena fuerte en oídos cercanos...

Confesional por antonomasia, la poesía da rienda suelta al yo, al que tiene año y lugar de nacimiento, al que se engasta en una familia, al que se duele de amigos que se han perdido. Bordando hechos próximos y lecturas persistentes, la voz de este libro suena fuerte en oídos cercanos y remotos. En Manta se quedaron el paisaje de la infancia, los esfuerzos del padre viajante y de la madre amantísima; por Guayaquil se deslizan los pasos de quien responde con elocuencia las razones de la metáfora de la perla, porque la ciudad es “perla del Guayas, mansedumbre de ría”.

Un acierto de la colección es Baladas para Aldonza, parte en la que el autor se apropia de nueve voces de mujeres reales que levantan clamores y hasta silencios porque tienen identidades reconocibles: ¿Habrá dialogado Manuela Sáenz con el joven Melville, pisando el polvo de Paita?, ¿habrá maldecido Matilde a su marido Paul Verlaine por entregarle corazón y casa al adolescente Rimbaud?, ¿habrá mordido su odio, en su callado vencimiento, la mujer violada por el señor Neftalí, es decir, por Pablo Neruda?

Enseguida, como otras mujeres, las rosas de la literatura vuelven a florecer entre las páginas de espléndidos versos: la que cultivaba José Martí en junio como en enero; la maldita, de Baudelaire; las que como princesas habrían de aromar en líneas de Gabriela Mistral; la que olorosa a sabiduría brotaría de la pluma de sor Juana. No podría estar ausente la Rosa Amada, de Medardo. Estallido de originalidad es el resultado de este, el más tradicional de los temas poéticos.

Y como ando imbuida de los trenos –poemas funerales– de Aurora Estada y Ayala, abrevé con fruición el grupo de textos que se abre con sus versos “de lino”: la muerte produce llanto a la mayoría de los seres humanos, pero a los poetas los desata en líneas que trasuntan guerra con el dolor, balance de la memoria, revulsión contra sí mismos. Grandes y diferentes –en extensión y forma– son los dedicados a dos compañeros de generación, hoy idos: Fernando Nieto Cadena y Jorge Velasco Mackenzie, de sollozo quedo el de “La niña Emilia”, de canción a la fidelidad el que ilumina la añoranza por el can enterrado en el jardín.

Como es un libro que creció durante la pandemia, Vallejo lo completa con crónicas líricas (toda combinación es posible en la literatura) agrupadas en Puerto del coronavirus: la historia del aciago año 2020 tiene que integrar estos textos que nos recordarán sucesos terribles, pero que aquí nos llegan en la recreación de una subjetividad que sufrió y murió con cada momento de la tragedia colectiva, haciéndolo suyo, ganándolo para la memoria.

Es oportuno que se cierre con la oración en Rothko Chapel, el espacio donde se aúnan las plegarias de todas las creencias. Así opera este libro, como un corazón que late sobre el espacio y el tiempo. (O)