La sociedad civil se ha transformado en idea recurrente, en una visión algo ingenua que parece sugerir que las opiniones de sus miembros, incluso sus acciones, serían suficientes para reformar lo que no funciona en un país y cambiar lo que el poder daña. Sin embargo, la verdad es mucho más dura. Los hechos indican lo contrario.
La sociedad civil no tiene poder efectivo. En el sistema democrático, los ciudadanos eligen a quienes la clase política promueve. La clase política plantea y “decide” lo que debe proponerse en un referéndum. El proyecto de nuestra nación está en sus manos.
Más aún, y esto es esencial y, si se quiere dramático, lo que se llama ‘el pueblo’ no existe como realidad autónoma, la población como entidad orgánica es una ficción que ayuda a sostener la legitimidad del sistema. Las mayorías no responden a un alma colectiva. Son la suma de decisiones individuales, nada más. Los individuos solos, obviamente, tampoco tienen voluntad política suficiente. Este es el eterno problema del poder y la obediencia, de la fuerza y la sumisión. Y es el dilema de las doctrinas políticas que, a lo largo de la historia, se han imaginado para hacer del Estado una “realidad moral”. Para justificar el poder político.
Las justificaciones doctrinarias del poder político van desde Dios, la revelación, la revolución, la voluntad popular o, simplemente, la fuerza.
La verdad es que la democracia representativa es un sistema de transferencia del poder que teóricamente tendría el pueblo, a favor de legisladores y gobernantes, a través del mandato político. Los mandatarios son los encargados del poder. Pero hay que advertir que los mandatarios (legisladores, gobernantes) no son siempre obedientes a los mandatos o encargos de la mayoría de los electores. La verdad es que los políticos son los que deciden lo que debe ser, según sus cálculos y proyectos, y los de sus grupos o partidos. Entonces, ¿cómo trabaja la sociedad civil? ¿Tiene autonomía, o está condicionada por reglas hechas para canalizar sus decisiones y dotar de barniz de legitimidad a los actos del poder?
Así, pues, la varita mágica de la sociedad civil ni existe ni funciona.
El poder es una estructura que monopoliza las decisiones, regula las conductas, y también nos otorga libertad cuando le conviene, nos “mantiene” y tolera, y nos cobra. Es paradójico, incluso en la democracia se ha cumplido la teoría de Mussolini: “Todo dentro del Estado, nada fuera del Estado”.
La sociedad civil mira de lejos, trabaja, paga impuestos, patalea por algunos espacios de libertad y elige lo que le ponen delante los gestores del poder. Para hacer algo hay que meterse en el poder a riesgo de contaminarse. Por eso, y por lo pronto, hay que ser firmes en lo que se dice, consistentes en lo que se sugiere, y siempre críticos. En esto no hay como ceder. La verdadera democracia exige que así se obre, que no se calle. Porque la democracia no es solamente el electoralismo, es, además, autonomía y compromiso. La democracia es diálogo con el poder y acción contra el poder, cuando se precisa. Es palabra y es crítica. (O)