Ecuador vive momentos de tensión. Desde hace casi un mes, una serie de protestas se ha extendido principalmente por la Sierra central del país, originadas por la eliminación del subsidio al diésel. Lo que comenzó como una manifestación puntual de ciertos sectores del transporte y la producción agrícola ha escalado hasta convertirse en una protesta violenta que amenaza el orden público, la estabilidad económica y la seguridad de los ciudadanos.

Los efectos de este paro ya se sienten. Negocios y empresas se encuentran en zozobra, limitados en su operación regular o directamente paralizados por los bloqueos en las carreteras. Esta situación ha derivado en cierto desabastecimiento en otras regiones del país, lo cual genera un alza generalizada de precios y, con ello, una nueva presión inflacionaria sobre los hogares ecuatorianos.

Cada día que pasa, la economía se resiente más, los empleos se ponen en riesgo y la incertidumbre crece.

Es necesario recordar que, en democracia, las decisiones del Gobierno legítimamente constituido deben respetarse, aun cuando no todos estén de acuerdo con ellas. Un sector minoritario no puede imponerse al resto del país, ni mucho menos pretender torcer el brazo del Estado mediante la violencia, la intimidación o el caos.

Las protestas pacíficas son un derecho, pero los actos vandálicos, los ataques a la propiedad pública y privada y los bloqueos que impiden el libre tránsito son delitos que deben sancionarse con el rigor de la ley. No puede haber impunidad frente a quienes, bajo el pretexto de la protesta, atentan contra la paz y el bienestar

del país.

Sin embargo, también es evidente que este paro debe terminar cuanto antes. Prolongarlo solo abriría una

peligrosa puerta a un proceso subversivo que Ecuador no necesita ni

puede permitirse.

La historia del país demuestra que las crisis prolongadas dejan heridas difíciles de cerrar, afectan la gobernabilidad y ahuyentan la inversión, elementos indispensables para el desarrollo. En más de una ocasión, lo que comenzó como una simple protesta terminó con golpes de Estado o renuncia del presidente.

Por ello, el Gobierno tiene ahora la responsabilidad de encargar a personas experimentadas la conducción de un proceso de diálogo real y eficaz. No se requieren más ruedas de prensa ni discursos políticos ni exhibiciones mediáticas. Se necesita discreción, firmeza y capacidad técnica para alcanzar acuerdos que permitan desactivar el conflicto y devolver la tranquilidad al país. Las negociaciones deben hacerse en silencio, pero con la ley en la mano, y siempre bajo el principio de que la autoridad no puede ser debilitada ni el Estado sometido a chantajes.

Por el bien del Gobierno, que ha mostrado grandes esfuerzos por mejorar la situación económica y recuperar la confianza internacional, pero sobre todo por el bien de un Ecuador que no puede detenerse, es urgente poner fin a esta crisis. El país necesita volver al trabajo, a la producción y a la esperanza. No puede seguir así.

Desde esta columna hacemos votos por que el presidente Noboa tome las decisiones necesarias para apagar este peligroso foco de disidencia y caos. (O)