Tras la II Guerra Mundial, la comunidad internacional se dotó de instrumentos destinados a evitar nuevas atrocidades y a consagrar la protección de los derechos humanos. La Declaración Universal de Derechos Humanos de la ONU y la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre de la OEA, ambas en 1948, marcaron un punto de partida. Más tarde, con la creación de la Corte Penal Internacional en 1998, se pretendió dotar de un mecanismo coercitivo para el efecto.
En América Latina, la firma de la Convención Americana de Derechos Humanos en 1969 y la instalación de la Corte Interamericana de Derechos Humanos en 1979 revitalizaron el sistema regional en una época dominada por dictaduras militares, especialmente en el Cono Sur y Centroamérica.
En este contexto, Ecuador aportó una propuesta visionaria. Con motivo del sesquicentenario de la Constitución de 1830, se reunieron en Riobamba en 1980 los países del Grupo Andino de Naciones. Allí, a iniciativa del presidente Jaime Roldós Aguilera, se suscribió la llamada Carta de Conducta de Riobamba, luego conocida como Doctrina Roldós. Este documento sostenía, de manera innovadora y polémica para su época, que la defensa de los derechos humanos constituye un principio supranacional
que puede justificar la acción conjunta de los Estados, incluso si ello supone intervenir en asuntos internos. La premisa era clara: la soberanía no puede ser escudo para violar la dignidad humana.
Más de cuatro décadas después, la vigencia de esa doctrina es evidente frente a la prolongada crisis venezolana. Con un régimen que ha sido acusado de restringir libertades políticas, coartar la independencia judicial y provocar un éxodo migratorio sin precedentes en la región, el debate sobre la responsabilidad internacional frente a violaciones de derechos humanos recobra actualidad.
La actual decisión de Estados Unidos de intensificar el bloqueo marítimo a Venezuela con el argumento de frenar el narcotráfico y limitar el comercio ilícito que sostiene al régimen del cartel de Los Soles reaviva las tensiones diplomáticas. Para algunos Gobiernos de la región, se trata de una medida unilateral que viola el principio de no intervención. Para otros es una acción de presión legítima frente a un Estado que ha incumplido compromisos básicos en materia democrática y humanitaria.
Aquí la doctrina Roldós vuelve a ofrecer un marco de reflexión: ¿debe prevalecer el principio rígido de soberanía, aun cuando un pueblo es sometido por su propio Gobierno? ¿O corresponde a la comunidad internacional actuar de manera conjunta en defensa de los derechos humanos fundamentales?
El dilema no es nuevo, pero en el caso venezolano se torna urgente. La crisis ha desbordado fronteras, con millones de migrantes en Colombia, Ecuador y otros países, lo que evidencia que no se trata de un problema interno sino regional. La Doctrina Roldós, concebida en Riobamba hace 45 años, anticipó esta discusión con claridad. Su mensaje sigue siendo incómodo, pero esencial: los derechos humanos no pueden quedar subordinados a la soberanía cuando la dignidad de los pueblos está en juego. (O)









