La controversia sobre el enfrentamiento entre el Gobierno y la Corte Constitucional grafica con precisión las posiciones que identificó Juan Linz en La quiebra de las democracias. En este libro, que constituye un clásico de la ciencia política, sostuvo que un elemento consustancial a la democracia es la existencia de la oposición, entendida no solamente con respecto al gobierno del momento, sino al régimen democrático en sí mismo. En esa línea identificó tres tipos: los leales, los desleales y los semileales. El primero y segundo tienen perfiles claramente definidos, muestran abiertamente sus cartas y juegan a favor y en contra de la preservación de la democracia. El tercero mantiene posiciones ambiguas y es el que recibe la mayor atención de Linz porque es el que inclina la balanza en los momentos de crisis.

Faltan dos preguntas

En los hechos de la semana pasada fue evidente el predominio de esta posición, con notables excepciones –algunos juristas, pocos analistas políticos y aun menos periodistas–; a esta se sumó la mayoría de las personas que inciden sobre la opinión pública. Lo hicieron amparadas por una de dos justificaciones, prácticamente convertidas en eslóganes del momento. Por un lado, argumentaron que en situaciones de inseguridad como la actual los principios democráticos, especialmente los referidos al Estado de derecho, deben pasar a segundo plano para dejar paso al uso de la fuerza ilimitada, vale decir al gatillo fácil. Por otro lado, en una confesión de su propio absurdo, sostuvieron que lo mismo hicieron otros cuando estuvieron en el Gobierno y, por tanto, no había razón para no hacerlo.

En realidad, no debemos sorprendernos si repasamos nuestra propia experiencia y observamos las encuestas que recogen las percepciones acerca de cómo valoramos a la democracia. A lo largo de los 46 años transcurridos desde el fin de los gobiernos militares nos hemos empeñado en socavar las normas de convivencia colectiva, no solo por el hecho de tumbar gobiernos sin atenernos a los procedimientos establecidos, sino que hemos minado la confianza mutua. Si podemos echar la culpa de lo primero a los políticos, no podemos escapar de la responsabilidad que nos cabe en lo segundo. Ecuador es uno de los tres países latinoamericanos con los niveles más bajos de confianza interpersonal y con más baja valoración de las instituciones, así como uno de los que expresan mayor disposición a que se instaure un gobierno autoritario.

Instantes de una marcha

A esto se suma la polarización política, que nos coloca en la lógica de amigo-enemigo, sin la más remota posibilidad de puntos de acuerdo. “Conmigo o contra mí” es el discurso predominante, sin cabida para la más mínima convergencia. Ni la delincuencia ni los apagones, mucho menos el magro desempeño económico de varias décadas son suficientes para impulsarnos a definir estrategias de conjunto. Cualquier medida sugerida para combatir esos flagelos pone por delante la confrontación y necesita justificarse con la identificación de un responsable de la situación.

Por todo ello, no llama la atención que frente a lo ocurrido la semana pasada hayan predominado las expresiones de semilealtad con la democracia. Es la posición cómoda que adoptamos frente a un régimen que lo consideramos prescindible. No somos lealmente democráticos. (O)