Hace unas semanas, observamos en los medios una imagen significativa. Fue la del presidente de la Asamblea Nacional, Niels Olsen, afirmando con firmeza que más de 20 legisladores serían sancionados por atrasos y faltas injustificadas. Ahora sabemos que no fue solo una advertencia: hasta el 5 de agosto ya se habían acumulado más de $ 70.000 en sanciones.

Más allá del hecho puntual, el mensaje de fondo es mucho más potente: se está promoviendo una cultura de respeto, puntualidad y compromiso. Y eso, en el corazón de una institución pública, merece ser reconocido y replicado.

Las organizaciones progresan cuando alinean sus valores con su propósito. Empresas, instituciones, familias e incluso países no avanzan solo por tener estrategias, planes o leyes, sino porque las personas actúan en coherencia con principios compartidos. Cuando la autoridad no solo exige, sino que encarna los valores, se produce el cambio real.

¿Pero qué son los valores? Son creencias profundas que guían el comportamiento de las personas. No son simples ideas; son convicciones que orientan nuestras decisiones, prioridades y forma de actuar, tanto en lo cotidiano como en lo trascendente. Cuando los valores están claros, el comportamiento se alinea con lo que consideramos correcto, posible y deseable. Walt Disney lo decía con claridad: “Cuando los valores están claros, las decisiones se vuelven fáciles”.

Simon Dolan, investigador europeo especializado en valores, planteó una triada inseparable: los valores éticos, los emocionales y los económicos. El verdadero progreso se da cuando los tres convergen y la cultura lo hace posible. Una cultura donde el respeto, el esfuerzo, la responsabilidad y la coherencia no se enuncian: se viven.

Los valores compartidos no solo sostienen la cultura: sostienen también la confianza. Como decía James Coleman, son el pegamento invisible que hace posible la cooperación. Y eso lo vemos en el día a día. Cuando hay valores claros, las personas trabajan mejor juntas, hay menos conflictos, más compromiso y mejores resultados. Sin principios compartidos, incluso los mejores planes se desmoronan. Con ellos, en cambio, es posible construir lo que parecía imposible.

Desde nuestra experiencia en consultoría, lo vemos una y otra vez: cuando los valores son visibles en quienes lideran, el impacto es más alto. Nosotros creemos que los líderes son faros culturales. Son quienes con su ejemplo muestran el estándar. Y la cultura se nutre de ese ejemplo, día a día.

Por eso, sancionar el incumplimiento no es un acto menor. Es una forma de educar. Es recordar que el tiempo de todos vale. Que llegar tarde afecta el funcionamiento institucional. Que el respeto empieza por uno mismo. Y que la coherencia comienza en los detalles. Porque lo pequeño no es irrelevante: es ahí donde se construye lo grande.

Ecuador necesita una cultura de resultados. Una que se viva en la Asamblea, en las empresas, en las escuelas, en las calles y en las familias. Porque el progreso de una nación es la suma de los resultados individuales de sus ciudadanos. Sí se puede construir un país donde los valores se alineen con la prosperidad. (O)