Brasil es una forma diferente de ser Sudamérica; a lo mejor una forma mucho más acertada. Me atrevo a dictar semejante sentencia con lo poco que viví de Río de Janeiro, hace algunos meses.

Pero primero, aclaremos algo: a Río hay que desmitificarla. En un 80 %, la ciudad carioca es como aquellos asentamientos informales de Guayaquil, donde no predomina la caña guadúa como material de construcción. Sus favelas son una suerte de Martha de Roldós hipertrofiada. En contraparte, su casco central es otro Buenos Aires. Las piedras de los mosaicos en las veredas son el recordatorio permanente de que no estamos en Argentina. Eso y el idioma.

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Tampoco queda sin ser desmerecido su Cristo Redentor, sobre el Corcovado. Lo genial que tiene aquel ícono turístico es su ubicación. Nada más. Sería el sitio más visitado de la ciudad, aun sin aquella escultura, que apenas tiene ocho metros más que la Virgen del Panecillo.

En su cotidianidad, Río de Janeiro padece los problemas característicos de toda gran ciudad. La movilidad es un dolor de cabeza. Grandes atolladeros se dan en sus calles y con bastante frecuencia. Cuenta con un metro, muy parecido al de Quito, en el sentido que predomina un solo recorrido; no se ramifica para diversificar los destinos y mejorar la conectividad urbana.

(...) saben que no importa cuán grave sea su situación particular. No vale la pena sufrir.

La seguridad es un problema que ha generado una de las policías más agresivas que he visto jamás. Contemplé con asombro cuando un agente policial sacaba su arma y recargaba la primera bala en la recámara, en una revisión regular de matrículas en una carretera. En otra ocasión, un indigente fue removido de donde dormía, amenazado por un policía que estaba por lanzarle gas pimienta en la cara.

La atmósfera de aquella ciudad lo da el dramático encuentro entre las montañas y el mar. Imaginen que La Carolina quedara al nivel del mar. La topografía quiteña circundante sería también un espectáculo, que asomaría en postales alrededor del mundo. La geografía define de manera contundente la personalidad de las ciudades que la ocupan.

La verdadera esencia de Río de Janeiro vive en ese encuentro, en la playa. Es ahí donde se origina todo lo que sabe a su cultura; su música, su estética y su personalidad. Me tocó vivir el fin de año ahí. Las playas estaban repletas de personas vestidas de blanco, que, al sonar de la medianoche, comenzaron a brindar, a bailar y a saltar las olas del mar. Algunos le dejaban flores al mar, y hasta se zambullían en él. Presumo que se trata de una fuerte manifestación de la santería en la cultura local.

Como su gente, Río es descomplicada. No tiene prisas. Tampoco se deja controlar por los afanes del día a día. Eso conlleva también a un servicio al cliente más severo, menos servil; lo cual, en el fondo, no me desagrada. Si pides la ayuda de alguien en un almacén, esa persona te pedirá que esperes, hasta que termine de realizar la actividad que está llevando a cabo. Solo ahí te atenderá.

Se trata de una ciudad de contrastes e injusticias, envuelta en un escenario único, habitada por un montón de personas que saben que no importa cuán grave sea su situación particular. No vale la pena sufrir. (O)