Nos rodean las contradicciones. Frente a todo intento de reactivación de nuestras ciudades es innegable el panorama desolador. La realidad demuestra que las heridas y el umbral del pesimismo se hace más profundo. Cuán tranquilos pueden vivir los ecuatorianos cuando la inseguridad acecha la vida cotidiana. Cómo pretenden las autoridades del país armonizar estabilidad económica, dignidad humana y seguridad. A ratos los tiempos engañan y demuestran los incansables intentos fallidos de esperanza.

Constatamos diariamente el creciente aumento de cifras de actos violentos y es de agradecer no ser parte de esas estadísticas, de manera que, cualquiera de nosotros está expuesto. El miedo, como la emoción primogénita de supervivencia, afecta la armonía y condiciona nuestras libertades. Pienso tanto en la herida colectiva que sufrimos. Expectantes del próximo acto de violencia, la tranquilidad psíquica no tiene tregua. La mayoría limita sus geografías personales y prefiere espacios cerrados donde se respire una seudoseguridad, porque hasta en nuestras casas corremos peligro.

Cada uno de nosotros conoce alguna historia de violencia que compartir. O hemos sido víctimas o espectadoras inmóviles de la innegable ola de inseguridad amenazante.

Las narrativas personales se impregnan de palabras que rastrean nuestra fragilidad y relaciones conflictivas con la ciudad. Ni qué pensar de quienes no pueden huir de territorios de pugnas, donde los poderes paraestatales inciden en la vida cotidiana y donde se normalizan las experiencias de terror que envuelven las supervivencias.

Las ciudadanías críticas interpelan a las autoridades, conocen sus compromisos y exigen acciones inmediatas. Y en medio de las demandas colectivas nuestros gobiernos se limitan a desligarse de responsabilidades y desentenderse de obligaciones que están debidamente establecidas constitucionalmente. La crisis carcelaria que vive Ecuador hace evidente la negligencia e improvisación que por años ha manejado el sistema de rehabilitación de las personas privadas de libertad. Los testimonios del padre, de la madre o hermana que perdieron al ser humano que estaba dentro de la Penitenciaría del Litoral son parte del relato de la crisis de inseguridad a la que nos han expuesto. Porque cuando escuchamos un indolente que “se maten entre ellos” prevalece la idea de que ciertas vidas son descartables. Discursos simbólicos y separatistas donde el Estado ha acostumbrado a privilegiar a los ciudadanos por categorías.

He pensado mucho en Rita Segato cuando sostiene que el tejido social y las relacionas comunitarias son las que permiten reconstruir los vínculos y proyectos de vida en conjunto. Dependemos de las instituciones estatales, pero también de las redes que construyamos colectivamente. Y de hecho, la existencia de actos generosos confirman estas ideas. Leí en este Diario la iniciativa de Jacqueline Matute, quien repartió comida a los familiares que esperaban noticias de las víctimas de la masacre en la cárcel. La guayaquileña, con el único ánimo de ayudar y brindar soporte, demuestra una de las tantas señales de empatía y solidaridad que necesitamos para empezar a repararnos. (O)