En Latinoamérica la palabra reforma nos fascina. Muchos de los próceres de las repúblicas latinoamericanas buscaban reformar la monarquía católica para lograr una mayor autonomía en la gestión local. La monarquía había emprendido el proyecto de las reformas borbónicas, pero en muchos casos estas se aplicaron de manera desigual a las distintas provincias y en varios ámbitos dieron como resultado una menor autonomía local. Esa aplicación desigual, cuando no mínima, y/o esa desconexión entre lo anunciado y lo efectuado ha sido una constante en la historia de los programas de reformas de América Latina.

Ya más cerca de nuestro tiempo, la región experimentó una importante ola de liberalización durante los 90, quizá por un efecto de contagio de la liberalización que se dio en las principales economías del mundo, pero más probablemente porque el programa de reforma anterior, el estatizante desde los 60 hasta los 80, colapsó y se volvió insostenible.

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Las reformas de los noventa, si bien fueron aplicadas de manera desigual en distintos países —por ejemplo, más profundas en Chile, menos en Ecuador e incluso retrocesos en Venezuela—, ocasionaron un importante progreso para la región. Un estudio de William Easterly de 2019 encontró que el crecimiento mejoró después de las reformas en América Latina, en comparación con las décadas perdidas de los ochenta y noventa.

Considerando el caso actual de Ecuador, la Revolución Ciudadana revirtió las reformas liberalizadoras de los noventa (apertura comercial y financiera). Al hacerlo, destruyó capital acumulado y desplazó y ahuyentó la inversión privada. Solamente la dolarización, la reforma estructural más importante del Ecuador del último siglo, pudo limitar el daño.

Tal vez logre avanzar en la apertura comercial, y eso constituiría una reforma estructural.

Para recuperar la senda del crecimiento, se requiere realizar otras reformas estructurales de ese calibre. La Administración actual, la anterior de Moreno y los contribuyentes hemos realizado un esfuerzo considerable para sanear las finanzas públicas, sin tener como objetivo el crecimiento.

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Si la Administración actual no aprovecha el tiempo que le queda para realizar al menos una reforma estructural que cambie los incentivos en la gestión del sector público, su legado será dejar la mesa puesta para quienes nos devuelvan al inicio del ciclo: el momento en que llega el gran líder a dizque salvarnos. Desde 2017 es cierto que ya no se pierde el tiempo defendiendo cosas básicas, como la libertad de expresión, la dolarización, entre otras políticas que enhorabuena sí han respetado las Administraciones que sucedieron al correísmo. Pero, asimismo, desde esa época no se ha implementado ni una reforma que les dificulte significativamente a los próximos socialistas en el poder repetir la aventura de 2007-2017.

Tal vez logre avanzar en la apertura comercial, y eso constituiría una reforma estructural. Ojalá se atreva este Gobierno u otro a emprender las otras reformas pendientes: reducir el tamaño y envergadura del Estado, volver sostenible la seguridad social con la capitalización individual, flexibilizar el mercado laboral, simplificar y bajar los impuestos e internacionalizar el sistema financiero. De lo contrario, se heredan estructuras con los incentivos perversos para continuar con la laxitud, corrupción y despilfarro en la Administración pública. (O)