Pasé los primeros años de mi vida en un departamento cerca del parque El Ejido. Enfrente, un mágico castillo blanco albergaba una papelería de nombre exótico: Oibur. Nuestro edificio, en cambio, tenía una fachada gris y una escalera interior estrecha y oscura (en mi memoria infantil, larguísima) y tras él se abría un jardín con un cacto enorme que arañaba las nubes, flores de mil colores y unas esculturas de piedra con rostros extraterrestres. Cruzando ese patio se llegaba a la casita donde vivía mi bisabuela, una mujer de cabello recogido en un apretado moño, recatadas faldas de paño oscuro, lentes y rosario.
En una fotografía en blanco y negro que conservaba en su velador, unas niñas de rostros serios posaban junto a su madre. Fue una tarde en que nos habíamos quedado a su cuidado, sentadas al borde de su cama de metal donde dormía su viudez eterna, cuando mi bisabuela nos contó la historia de la muerte de esa familia durante el incendio de una fábrica de velas. Yo tendría tres años y quizá malentendiera la historia, pero cuatro décadas después aún pervive el recuerdo de ese instante en que descubrí la posibilidad de la muerte: la muerte de los otros, la muerte de los niños.
Anécdota mórbida aparte, mi bisabuela solía entretenernos con un conejillo antropomorfo y bailarín al que se le daba cuerda con una llave que mi hermana y yo nos peleábamos por hacer girar. Los mecanismos de resorte ronroneaban en las soleadas tardes andinas mientras el conejo rotaba levantando a su hijo en brazos. De comer había melcochas enroscadas como caracolillos y de beber agua de Güitig: en mi boca infantil, doble tortura, sabor metálico que bajaba por mi garganta como cientos de alfileres.
Dice la gente cursi que la infancia es mágica. Mágica, ciertamente, porque aún no nos ha esclavizado la lógica y somos capaces de percibir, intuir, presagiar, soñar con una intensidad tan deslumbrante como oscura. La infancia también significa ser vulnerable a los adultos que nos rodean, aquellos guardianes de nuestra inocencia que deben velar por nuestros sueños, alimentarnos, vestirnos, amarnos. Pero así como no hay adultos perfectos tampoco hay infancias absolutamente felices, y es en esas grietas donde nacen las historias inquietantes que luego nos vamos contando por la vida, algunas de las cuales terminan convertidas en arte. De una u otra manera, todos hemos sobrevivido a nuestra infancia, sus personajes, sus lugares, lo vivido y recordado, lo olvidado, lo deformado: palabras, imágenes, miedos y nostalgias que llevamos tatuados en un rincón del alma.
Escribe Andrés Neuman en Hasta que empieza a brillar, su biografía de María Moliner: “¿Qué parte de un lugar permanece al nombrarlo? Paniza. El nombre de su pueblo no le traía el pueblo, sino las narraciones de su madre, todo aquello que le habían contado de niña y María seguía repitiendo sin mucha convicción. (...) También le traía el vino que tardaría en probar. Uvas garnachas, paisajes púrpuras, aromas maduros. ‘No es un vino fácil’. Así lo definía su padre, o eso recordaba ella, o eso le habían dicho. Era terroso y profundo y un poco áspero. Como el pueblo. Como cualquier pasado”. (O)