Lo que hizo que la Constitución de Montecristi convirtiera a este país en un infierno fue, paradójicamente, que se la diseñó con la ambición de transformar al Ecuador en un paraíso sobre la tierra.

En su famoso poema épico Paradise lost, John Milton retrata al jardín del edén como un lugar de belleza y abundancia. Adán y Eva disfrutan de la presencia divina y viven en armonía con la naturaleza. No conocen ni el pecado ni la culpa ni la muerte. Pero ese estado de gracia es extremadamente frágil. El peor de los enemigos puede infiltrarse fácilmente, oculto bajo la forma de una elocuente culebrita, para destruir la armonía desde dentro.

Los problemas de la Constitución de Montecristi son tanto de fondo como de forma. De fondo, porque parte de la equivocada premisa de que una constitución debe ser una cornucopia de derechos y que el rol del Estado es garantizar la felicidad de los ciudadanos, incluso si carece de los recursos para hacerlo. Una lista interminable de prebendas y privilegios, y de “acciones constitucionales” para que cualquier juez los distribuya a su entera discreción.

De forma, porque no fue redactada como una norma fundamental, sino como un programa político del partido que entonces ostentaba la mayoría. La Constitución sirvió como instrumento para imponer un modelo de estatismo económico, sofocando la inversión privada y la iniciativa individual. En lugar de ser un marco neutral que garantice la estabilidad institucional a lo largo del tiempo, se convirtió en una camisa de fuerza ideológica.

La Constitución de Montecristi intentó construir un jardín del edén por decreto. Olvidó que ese no es, ni debe ser, el propósito de una constitución. Pero además, al adoptar un enfoque excesivamente garantista, volvió al país y a sus instituciones vulnerables a las culebritas de la corrupción, el abuso del poder y las mafias. Como en Paraíso perdido, la caída era inevitable cuando se confiaba ingenuamente en la perfección de un sistema idealizado.

Una nueva constitución debe ser breve, austera y duradera. No debe prometer lo que el Estado no puede cumplir. Debe establecer un equilibrio entre los poderes del Estado, garantizar la independencia efectiva del sistema judicial y proteger la propiedad privada, la seguridad jurídica y las libertades individuales. También debe proporcionar herramientas eficaces para enfrentar al crimen organizado y proteger el orden público.

Milton hace decir a uno de sus personajes que “la mente es su propio lugar y, en sí misma, puede hacer del cielo un infierno y del infierno un cielo”. No lo sé. Pero sí sé que una constitución que reparte derechos sin sustento otorga discrecionalidades ilimitadas a los jueces y limita irrazonablemente la labor de las fuerzas del orden; es una receta segura para el colapso.

Hay que dejar atrás el sueño del paraíso constitucional. No necesitamos una constitución que nos prometa el cielo, sino una que nos permita vivir con orden en la tierra. Como Adán y Eva, expulsados del edén, ahora debemos aprender que la verdadera felicidad no reside en promesas grandilocuentes, sino en la capacidad humana de construir su propio progreso. (O)