¿Pospandemia? Pensé en cada una de estas palabras como posible título para esta nota. Escogí la que consta escrita porque pienso y siento que aún estamos en ella pese a los intentos globales y locales por salir y retomar formas de vida lejanas y perdidas, recordadas por una sensibilidad que las evoca superficialmente, porque casi no tenemos tiempo para otro tipo de enfoque que requeriría procesos de introspección solo posibles en escenarios de tranquilidad y aislamiento, indispensables para el duelo y la reflexión.

Nos motivamos los unos a los otros a seguir adelante, a continuar, a ser resilientes frente a la angustia y al dolor por nuestros muertos, por los de los otros, por los de todos y también a serlo frente a la serie de infortunios que la pandemia trajo… económicos, psicológicos, emocionales, de los cuales queremos alejarnos para continuar a cualquier precio, aún con los corazones destrozados y con las vidas rotas. Esta posición generalizada tiene sentido y nos exige una fortaleza y un temple que deberían llevarnos a no repetir nuestros errores, sino a algo nuevo que nos permita vivir de manera diferente, más lentamente, de manera menos ambiciosa por logros materiales y más exigente en la búsqueda de trascendencias espirituales que siempre se conectan con la práctica de comportamientos como la simplicidad, la solidaridad y el respeto por la vida de todos y de todo.

Resilientes, sí. Fuertes y valientes, sí. Pero no para seguir en la desaforada carrera del individualismo sino para ser mejores personas, más conscientes de la inexorable interdependencia de todos entre sí y de todos con la naturaleza. El dolor histórico debe permitirnos mirar el camino recorrido para evitar aquello que nos trajo a este momento. El dolor social y nuestro dolor personal e íntimo deberían ser factores que nos impulsen a formas de vida colectivas y personales diferentes, más sofisticadas en su sencillez, evolucionadas, lúcidas… sabias.

Sacamos fuerzas de flaqueza y nos volvemos fuertes pese a que estamos tan tristes y desolados, insistiendo en la insensata decisión de continuar sin cambiar nada –como si fuese suficiente la tenacidad– que nos condena a reproducir el error y así seguimos, esforzándonos tanto día a día pese a que no podemos más. Estamos tan cansados y debilitados que nos correspondería definir nuevos objetivos civilizatorios, porque si no lo hacemos, continuaremos por estos senderos convirtiéndonos cada vez más en maltrechos sobrevivientes de una tragedia que no ha sido suficiente para que nos repensemos.

Nada es igual que antes, pero queremos que lo siga siendo porque pensamos que debemos volver a lo mejor que teníamos, con la obstinada estrategia de avanzar a cualquier precio pese a todo. Quizá podemos conectar nuestras experiencias de pérdida, tristeza y fatiga con el inmenso escenario planetario que representa el calentamiento global, ese sí, abordado desde la necesidad de cambio y la adopción de comportamientos mejores y más sabios, para que podamos contribuir con la sostenibilidad, que no está en los procesos anteriores, sino en unos nuevos atravesados por virtudes individuales y colectivas. (O)