La obra artística de Wilson Paccha ha tenido reconocimiento a lo largo de los últimos treinta años, coronada ahora por la panorámica titulada Cortezas de relámpago(1994-2025), minuciosa y lúcidamente curada por Cristóbal Zapata, con decenas de cuadros que se expone en el Centro Cultural Metropolitano, en Quito. Acercarse a esos trabajos del artista ecuatoriano, nacido en 1972, sin acompañar estas palabras con varios de sus cuadros es una limitación. Siempre lo será con cualquier obra pero me parece que con la de Paccha es mucho mayor, porque no basta dar cuenta de sus temáticas, una especie de grotesco posmoderno, provocador en sus escenas teratológicas, coprolíticas, escarológicas, lo que podría decir todo o nada y que evitarían, con una cierta cobardía, que en su pintura hay caca, sangre, semen, un humor popular endiablado, que llevó, no sé a quién, a advertir con unos letreritos en rojo a lo largo de la exposición, con las siguientes leyendas: “En el arte moderno y contemporáneo las obras artísticas exploran el cuerpo humano y la sexualidad de distintas maneras. En esta sala se presentan imágenes que muestran estas reflexiones y que pueden resultar sensibles u ofensivas para algunas personas”, o más allá: “Esta exposición contiene desnudez y temas de naturaleza sexual explícita, por lo que recomendamos discreción a nuestros visitantes”. Creo que también habría valido la pena poner otros letreritos, aparte de las precisas orientaciones críticas del curador, donde se advirtiera que en esa o en aquella imagen “escandalosa” de Paccha hay un tratamiento que viene de Picasso, de Bacon, o que en ciertas distorsiones de la perspectiva hay un trabajo en el que se ha estudiado a conciencia la pintura del Renacimiento, o que junto a esos “monstruos” pop hay figuritas infantiles o héroes de series japonesas. Ponen letreritos políticamente correctos con advertencias para los ofendidos de cualquier índole, desde los más rancios convencionales a los activistas hipersensibles que viven paranoias de desconsideración por lo que sea. Realmente, lo más grotesco y ofensivo de la exposición de Paccha no fueron sus temas y cuadros grotescos, sino ese puritanismo ramplón que invade un espacio de por sí carnavalesco como lo es una galería de arte o un museo. Vayan a un jardín de infantes si lo que quieren es un cuento de hadas que no ofenda, y ni siquiera allí porque si leemos los cuentos infantiles originales veremos historias pacchescas. ¿O acaso vamos a olvidar que en el cuento de los hermanos Grimm sobre la Cenicienta las hermanastras se mutilan físicamente, aconsejadas por su madre, una cortándose el talón y la otra los dedos del pie para que el zapatito de cristal les quepa? ¿Olvidaremos que en la versión más antigua de Caperucita roja, la de Charles Perrault, el lobo se come a la abuela y a la niña y nadie las rescata y fin de la historia? En algún momento hasta pensé que esos letreros fueron otra provocación de Paccha para darnos cuenta de las aberraciones bienpensantes.
Quizá las pinturas de Paccha son cuentos infantiles. Proliferan el juego sin escrúpulos, los colores intensos, la paletada gruesa y matérica que invita a tocar, y los guiños de figuritas con un marcado sentido infantil con historias no menos terribles. Uno de sus cuadros se titula: “Caperucita y el chinchulín volador después de la guatita”. Este humor provocador de Paccha sigue en otros títulos, glosas de sus intenciones: “¿Qué culpa tiene la estaca que salta la rana y se ensarta?”, “Yo no soy I.T.A.E mijitrín”, “No te vistas que no vas”, “El huevito levitador”. Los dos cuadros más grandes retratan animales: el perro enorme de “Tangelo”, óleo sobre lienzo de 2019, o la pequeña y fascinante ave oscura del cuadro “En mi jardín un cuervo construye su nido por las noches” como una nota a pie de página de un gigantesco ojo místico carcomido en medio de un bosque de árboles verdes, secos y retorcidos.
Dicho todo esto, quiero ir a la historia secreta que alcanzo a leer en esta estupenda panorámica. Conforme recorría la exposición lo que veía era el papel sanador y liberador del arte. Hay que detenerse en lo que hace este pintor que nació y se crió en el Comité del Pueblo, al norte de Quito, y que ha dejado un testimonio en un pequeño video que incluye la exposición, donde se ven decenas de fotos suyas en su barrio, en las calles, en su estudio, siempre queriendo trasgredir con ocurrencias surrealistas, enmascaramiento, disfraces y guiños de risa en un entorno popular y precario, verdadero trampolín para escapar de las miserias cotidianas. El salto cromático y temático que da Paccha no pretende, en ningún momento, hacer un simple retrato o un escándalo fácil, más bien cumple con revelar que sus motivos o figuras de corte mitológico, como retratarse a si mismo con cuatro ojos, especie de tetracíclope, viene de un entorno real que no se niega pero que se supera. Rehuir un realismo plano, escabroso por dar testimonio directo, muestra cómo el arte media en la mirada de Paccha y de quienes encuentran su salvación o la supervivencia moral a través de la expresión artística. Pero hay más: el irreverente cultiva la tradición. No pude dejar de ver en Paccha un diálogo con otro pintor ecuatoriano que abrió y sigue abriendo canales creativo y generosos, me refiero a Jorge Velarde, el pintor que se retrató exhaustivamente en formatos grandes a lo largo de la década de 1990, también trabajando con óleo sobre lienzo, aunque en un juego cromático de tonos más bien oscuros, ocres, levemente verdosos, con una gran distorsión de la perspectiva y del mundo, y con un trazo nítido y perfilado, que derivó en una obra exquisitamente elaborada con humor y esa compleja mirada infantil. Me resulta inevitable recordar a Velarde cuando he visto la obra de Paccha en esta panorámica estupenda. Finalmente, los cuentos infantiles hablan entre sí en una tradición que encierra historias terribles que representan la complejidad del mundo. (O)










