“La propiedad es la extensión del propio cuerpo en el mundo”, Locke.

Mucho antes de los Estados modernos, un gesto primitivo dio origen a la civilización: un agricultor cercó su siembra para protegerla del saqueo y asegurar su sustento. Aquella estaca clavada en la tierra no marcó una frontera de exclusión, sino el inicio del orden. La cerca no dividía, organizaba; no segregaba, estructuraba la convivencia. Así nació la noción de lo propio: aquello que, fruto del trabajo, pertenece legítimamente a quien lo ha creado. Sin propiedad privada no hay responsabilidad, y sin responsabilidad no hay progreso.

La propiedad no es –o no debería ser– el emblema del privilegio, sino el resultado tangible del mérito y la constancia. Es la casa que alguien levantó con años de esfuerzo, el pequeño taller que sostiene a una familia, la herramienta que permite ganarse el pan. Defenderla no es un acto de egoísmo, sino de justicia: es reivindicar el derecho a construir sin miedo y mantener lo que se ha forjado con dignidad.

Atrapada en espiral mortal

La protesta nació como la voz que se alza frente a la injusticia. Es un derecho que honra la conciencia cívica y la capacidad moral de decir “no” ante el abuso. Pero cuando se desvirtúa, cuando el reclamo se transforma en violencia, deja de ser expresión de libertad y se convierte en negación de ella. En Ecuador, las manifestaciones que surgieron de causas legítimas se han degradado en un ruido donde la razón se pierde entre el humo y los bloqueos. Lo que comenzó como reclamo social terminó en pugna política. El diálogo se extravía entre barricadas y desabastecimiento; la protesta pacífica retrocede ante el vandalismo. El derecho a protestar se respeta; el delito se sanciona.

Más grave aún es la infiltración del crimen organizado, que nada tiene de protesta ni de causa social. Los carrobombas y los atentados no representan la voz del pueblo: son actos de terror. Y el terrorismo no exige comprensión, sino justicia. En medio del caos, los únicos que prosperan son los violentos. El orden –ese valor denostado por los demagogos– no es imposición autoritaria, sino el cimiento indispensable de la convivencia.

Ello no exime al Estado de su responsabilidad. Las razones de las protestas existen y deben ser escuchadas. El país adolece de una vieja enfermedad: la indiferencia hacia los más vulnerables. La lucha contra la pobreza no se libra con dádivas, sino con oportunidades; no con bonos, sino con caminos, crédito, educación y trabajo productivo. Ecuador necesita un Estado que deje de ser burócrata y se vuelva promotor: menos trámites, más acción, menos discurso, más agricultura y emprendimiento. La prosperidad no se decreta: se cultiva.

Relaciones misericordiosas

Hoy las llamas pueden alcanzar una finca; mañana, una casa, una tienda o un empleo. Ninguna sociedad puede progresar cuando confunde la protesta con el saqueo ni la pobreza con la excusa.

El respeto al otro debe ser la frontera moral que nadie cruce impunemente. Porque la libertad no nace del desorden, sino del respeto. Y sin respeto ni orden, ninguna libertad es posible. (O)