Dicen que somos el reflejo de nuestros padres, crecemos a imagen y semejanza de lo que se nos enseña en casa, cada manía, cada frustración, cada sueño propio que no pudimos cumplir y que intentamos reflejar en nuestros hijos, nuestras posturas, gestos, e ideas son reflejo de lo que nos han enseñado, cargamos con nuestra herencia y pasado, como una huella indeleble de identificación, y a veces solamente a veces alcanzamos el éxtasis de bajar el peso de nuestra carga y caminar por la vida más ligeros, rompiendo los esquemas tradicionales de nuestra familia, y nos convertimos en las dignas ovejas negras.

Muchos de nosotros hemos crecido odiando, odiamos a los que no son como nosotros, no piensan como nosotros o no profesan la fe de nosotros, los que han crecido entre religiones recalcitrantes odian a los que no profesan ninguna fe, porque nos dijeron que ellos se irían al infierno por negar a Dios; nos enseñaron a odiar al comunista porque no creía en la propiedad privada, o en el trabajo, nos enseñaron a ver con desconfianza a la derecha porque solo pensaban en su bienestar y desaparecían gente, aunque paradójicamente a través de la historia la desaparición forzada no ha distinguido ideología. Nos enseñaron a desconfiar del extranjero, porque si tenía un acento que no era el de nuestra patria, seguramente te iba asaltar, estafar, ofrecer droga, secuestrar, o matar; nos enseñaron a hacer la caridad de manera vertical para demostrar la superposición entre el que tenía y el vago que no, porque en este país es pobre el que quiere, nunca nos enseñaron a ponernos al mismo nivel del suelo para dar una moneda, como símbolo de respeto a la persona que sufre.

¿Verdad que suena totalmente arcaico?, ¿pero que ofensa es esta?, ¡en mi casa no me enseñaron nada de lo que dice!, mejor leo la siguiente columna. Por favor no lo haga, déjeme contarle algo.

En estos días todo el discurso de odio se ha condensado en la Carta de Madrid, que ha sido recibida con buenos ojos después de habernos sacado de encima 14 años de odio y persecución, pues le hace frente a lo que odiamos, pero resulta que también odia la lucha feminista, los derechos igualitarios, en fin, todo lo que se considere progre, y por tanto debemos hacerle frente, unirnos para imponernos contra ellos, porque simplemente mi idea es mejor y odio la idea de ver a una mujer luchando por decidir sobre su cuerpo, o a una pareja ser feliz con su definición de amor, o al migrante que me incomoda mi paso cada vez que camino por el centro a mi trabajo.

Quiero pensar que aquellos que firmaron y también hicieron gala de su firma, aunque después hayan intentado reparar sobre lo que sí quieren de la carta y lo que no, y los que apoyan, lo hayan hecho por desconocimiento, y no porque en su cabeza o en su genética, habite naturalmente el odio. (O)