Esta frase trastoca el peso ético del ser y del parecer. Fija el foco en la apariencia, como si fuese indispensable y también difícil de alcanzar. Da por hecho que ser bueno moralmente es algo con lo que se viene de forma natural y que debe ser evidenciado para los otros a través de formas que lo representen de manera fidedigna. Esta sentencia popular tiene un lado positivo porque exhorta a desarrollar prácticas y elaborar imágenes que reflejen características que forman parte de los aspectos buenos del carácter de las personas para que no haya dudas respecto a las esencias morales o discursivas con las cuales se identifican.

Este aforismo, leído y repetido, desde su perspectiva negativa, propone como valor superior a lo externo, a la forma, posicionando como esencial a imágenes. Desde ahí, podemos analizar lo que se gasta en publicidad, propaganda, mercadeo y construcción de imágenes, tanto individuales como corporativas, frente a lo que se invierte en procesos para el desarrollo del ser, relacionados todos con la educación formal e informal y con experiencias de vida que, en principio, deberían ser los caminos para el desarrollo de personalidades más fuertes, conscientes de la interdependencia de los seres humanos entre sí y con el entorno social y natural.

Una tarea ineludible

La frase que permite e impulsa la escritura de estas líneas plantea como tesis la facilidad intrínseca a las personas para ser lo que el sistema les propone en sus diferentes escenarios políticos, profesionales y sociales, cuando utiliza la palabra solo para significar algo incompleto e insuficiente en sí mismo. Se relativiza lo fundamental y se propone como complemento indispensable a la imagen, enfoque que en la práctica da como resultado la concentración del esfuerzo en lo externo y la desvalorización de lo esencial que se encuentra en la naturaleza moral profunda de los individuos y de las organizaciones de las cuales forman parte.

Si observamos algunos ámbitos de la sociedad ecuatoriana organizada: clubes, funciones del Estado, universidades, planteles de educación, agrupaciones deportivas y tantas otras, podemos ver el esfuerzo individual y colectivo para mejorar y pulir imágenes que hablan por ellos, así como para elaborar discursos que igualmente se forjan para que los representen. Así, la prenda, el atuendo y el texto son cuidados con esmero, porque la imagen es todo y no importa si esa decoración no coincide con la verdadera naturaleza de esas personas. Lo fatuo, artificial y postizo toma el lugar de lo honorable, arrasándolo y relegándolo a espacios en los cuales aún tienen valor la sencillez, humildad y la autoconsciencia crítica.

El ruin circo y el disfraz, todos los días, ganan la batalla y cada vez incorporan a más impúdicos seguidores que saben que para sumarse al gran espectáculo de la farsa, interesan muy poco las características virtuosas que pregonan en sus discursos, así como tampoco importan consciencias críticas frente a sí mismos –en primer lugar– y luego, frente al entorno social y natural al que dicen servir y en realidad lo condenan a la decadencia perpetua desde su penosa estética y falaces palabras. (O)