“No pongas todos tus tesoros en un solo barco”, dijo Publilio Siro.

A lo largo de la historia, las sociedades han aprendido que la complejidad no disminuye: aumenta. Cada etapa trae más variables, más frentes abiertos y más riesgos que administrar. La respuesta inteligente nunca ha sido concentrar todo en una sola apuesta, sino dividir riesgos y mantener capacidad de maniobra. Esa es la base de la planificación, tanto en lo económico como en lo político.

Sin embargo, en la vida pública muchas veces ocurre lo contrario. Frente a crisis de seguridad, de salud o de economía, se insiste en soluciones únicas, rígidas y totales. Esa ruta transmite determinación, pero en realidad encierra fragilidad: cuando se concentra todo en una sola salida, el margen de corrección desaparece y la sociedad queda expuesta al error.

La experiencia de China en los años ochenta ofrece una lección clara. Deng Xiaoping, tras décadas de rigidez maoísta, entendió que una apertura económica total podía ser tan peligrosa como el aislamiento. Su respuesta fue dividir el riesgo: las llamadas “zonas económicas especiales” se convirtieron en laboratorios donde se probaban reformas bajo control. Si funcionaban, se replicaban; si fallaban, el costo era limitado. Esa estrategia de ensayo, corrección y expansión escalonada cambió el rumbo de un país de mil millones de habitantes y abrió el camino para una de las transformaciones económicas más grandes del siglo XX.

En política, aquellos que han tenido éxito son los que logran mirar las situaciones desde otro ángulo. Son los que ponen sobre la mesa varias probabilidades, contemplan escenarios y dividen el riesgo antes de decidir. Por más poder que acumulen o por más control que aparenten, escuchar, planificar y barajar opciones son pasos ineludibles en cualquier estrategia, sea militar, política o personal. La historia lo confirma: el principio debe ser dividir el riesgo para no perder la batalla. El momento de apostar todo llega únicamente cuando la evidencia demuestra que esa es la vía más eficaz. Antes de eso, lo responsable es ensayar, corregir y sostener opciones abiertas.

En nuestros países, en cambio, la política suele caer en la tentación de la “gran medida salvadora”. Cada problema complejo se reduce a una promesa única: una obra, un decreto, una ley. Esa lógica puede dar un respiro momentáneo, pero no resuelve. La ciudadanía termina pagando el costo de esas apuestas cerradas, que limitan la capacidad de respuesta y dejan al país sin alternativas.

El verdadero liderazgo no está en la obstinación de apostar todo a una sola carta, sino en la capacidad de sostener múltiples salidas. Gobernar exige diversificar opciones, no para confundir, sino para proteger. Lo que se juega en cada decisión no es el aplauso para un político, sino la vida cotidiana de la gente.

Hace más de dos mil años, Publilio Siro advirtió que nadie debía cargar todos sus tesoros en un solo barco. Esa prudencia sigue vigente: un Estado que diversifica reduce su vulnerabilidad y aumenta sus posibilidades de éxito. La política que concentra se debilita; la que diversifica, construye futuro. (O)