Hace poco reflexionaba sobre cómo los relatos terminan creando realidades. Lo he visto en la vida pública, en empresas y en experiencias personales: cuando repetimos una historia tantas veces, acaba por sustituir los hechos. Robert J. Shiller (nobel de economía) lo llama economía de los relatos. Yo prefiero llamarlo trampas narrativas: realidades paralelas que nos atrapan y nos impiden avanzar.

En Ecuador hemos vivido atrapados en narrativas que suenan convincentes, pero que han limitado nuestro desarrollo. Uno de esos relatos ha sido el del subsidio como justicia social. Durante décadas se nos dijo que subsidiar combustibles y energía era proteger a los más pobres. La evidencia muestra lo contrario: quienes más se beneficiaron fueron sectores con mayor poder adquisitivo o incluso el contrabando. Los subsidios drenaron recursos que pudieron invertirse en educación, salud o infraestructura. No fue justicia social: fue injusticia fiscal.

Otro relato: se nos aseguró que el control estatal de las empresas estratégicas garantizaba soberanía y bienestar. El resultado fueron monopolios ineficientes, corrupción y pérdida de competitividad. Los países que prosperaron entendieron que el Estado regula y orienta, pero que la eficiencia viene de la gestión privada.

También hemos vivido bajo la ilusión de la riqueza fácil del petróleo. El boom petrolero creó la sensación de que bastaba con los ingresos del crudo para sostener el desarrollo. La caída de la producción y del precio internacional nos devolvió a la realidad. Mientras tanto, naciones que apostaron por innovación y productividad real construyeron bases más firmes y resilientes.

El empleo público como solución es otra de esas narrativas. Durante años se promovió la idea de que entrar al Estado era un camino seguro de movilidad social. La consecuencia ha sido un aparato estatal sobredimensionado, costoso y poco productivo.

Finalmente, la política como salvación ha marcado nuestra historia reciente. Creímos que un caudillo, un partido o un líder fuerte resolvería todos los problemas. En la práctica, esta dependencia debilitó nuestra autorresponsabilidad y las instituciones, bloqueando la construcción de consensos de largo plazo. La política no es salvación: es construcción, un espacio de diálogo que debe servir para avanzar, alinear y enfocar los objetivos nacionales.

Para avanzar como país, necesitamos superar estas realidades paralelas y atrevernos a construir un camino basado en hechos, decisiones y consensos compartidos. Un ejemplo de ello es la reciente eliminación del subsidio al diésel, que demuestra cómo al dejar de lado un relato que nos acompañó por décadas se puede abrir espacio a decisiones más responsables y sostenibles.

Lo mismo ocurre con una persona que queda atrapada en relatos individuales. Historias que justifican la inercia, el miedo o la falta de acción. El desafío es reconocerlos y reemplazarlos, para liberar nuestro potencial y atrevernos a escribir una historia distinta: la nuestra, basada en hechos.

Al final, lo vital es contestar la pregunta: ¿qué relato estamos dispuestos a dejar atrás para avanzar? (O)