La violencia relacionada con dinámicas transnacionales ilegales que está asolando al Ecuador tiene que ver con una sociedad vulnerable caracterizada por la inequidad, la exclusión, la debilidad institucional crónica, pero también por factores inmediatos que hacen relación a una dinámica ilegal económica de carácter transnacional: el tráfico global de sustancias psicotrópicas, y el rol diferente de su economía durante la tercera década del siglo XXI en ese mercado.

Desde principios de los años 70 del siglo XX, cuando se declara en los EE. UU. la guerra contra las drogas, el papel del Ecuador en el complejo de producción y distribución de drogas producidas en la región andina fue el de ser una estación de tránsito. No tenía las “ventajas comparativas” de Colombia: su cercanía al principal mercado, a través del Caribe, el hecho de ser bioceánica, y las extensas zonas rurales fuera del control del Gobierno. Tampoco tenía la tradición de manejo de la hoja de coca, por ejemplo, de Perú y Bolivia, ni su inmenso espacio nacional. En medio de los países productores y su violencia, el Ecuador, era una isla.

Las modificaciones en el mercado internacional, con la llegada del fentanilo, alteraron la demanda global de las drogas andinas y globalizaron más su distribución; y, en un terreno marcado por la inestabilidad política, ligado a un contexto de miseria, el Ecuador se convirtió en un Hub, un centro logístico de acopio y para la exportación en Sudamérica, asociado a mafias extranjeras que articulan a las organizaciones delincuenciales locales en su beneficio.

Al igual que en otros países de la región: México, Honduras o Colombia, por ejemplo, las redes de operadores ilegales se diversificaron hacia otros negocios, unos extremadamente rentables, como la minería ilegal, y otros de subsistencia, como la extorsión a pequeños comerciantes y proveedores de servicios. El caso es que la delincuencia organizada es ahora un fenómeno social y no una práctica aislada. Esto no se puede combatir con medidas exclusivamente represivas.

La militarización del combate a la delincuencia y al tráfico de drogas ilegales no ha sido exitosa en ningún país del hemisferio de dimensiones medianas. Son temas que tienen que ver con el control del espacio y la fortaleza de las instituciones, pero el Ecuador es un país atravesado por lógicas de enfrentamiento y brechas de ingreso que lo debilitan. Tampoco han sido exitosas las aproximaciones que buscan “treguas” como fue la propuesta mexicana de abrazos y no balazos en el periodo de López Obrador, la violencia apenas amainó y el flujo de drogas no disminuyó. Ambas aproximaciones se levantan sobre el mismo principio equivocado, la construcción de la imagen de guerra como el centro de la política pública, pero el problema no es bélico, es social.

El Ecuador no controla la dinámica global del mercado de estupefacientes, pero sí puede crear condiciones para que ese negocio sea menos rentable en su territorio. Esto implica, por ejemplo, tener élites responsables y no depredadoras, gobierno e instituciones creíbles, pero, sobre todo, políticas sociales y de seguridad sistemáticas y planificación. En otras palabras, más Estado. (O)