La reciente localización y captura de un alto líder de grupos de delincuencia organizada, a más de ser esperanzadora en el deseo de que terminen los días oscuros por los que pasa la convivencia nacional, es también profundamente preocupante, porque nos pone de bruces ante una realidad que nos resistíamos a aceptar: los capos y sus cercos de seguridad; sus masacres y sicariatos; sus aliados internacionales y sus lujos desmedidos, ya no los vemos solo en la pantalla, están aquí, en vivo y directo. Y parecen haber sentado raíces en nuestra añorada “isla de paz”.

La también reciente fuga, en las narices mismas de las autoridades carcelarias y, a todas luces, con ayuda uniformada, de otro de esos líderes violentos que había sido huésped dos veces en menos de un año de la Penitenciaría del Litoral, no hace más que abonar en esa sensación de que el país es extremadamente inseguro para la convivencia y reafirmar que las autoridades actuales, herederas de ese desorden jurídico que se instauró hace más de una década, deben poner su concentración en recuperar la tranquilidad para todos.

En ambos casos es impensable que nadie haya notado los planes de sus protagonistas. El búnker de Manta, donde se produjo la cinematográfica captura el miércoles, debe necesariamente haber requerido participación de profesionales de la construcción, que lo hicieron de manera tal de que resista y pase inadvertido ya en varias incursiones policiales. El mármol, los herrajes, electrodomésticos de gran formato y hasta máquinas de gimnasia y de piscina que fueron encontrados en el lugar, deben haber transitado por la ciudad y llegado hasta el lugar en camiones y verdaderos operativos de entrega y posterior instalación. Lo mismo que la cadena de facilidades que fueron dándose, quién sabe a qué costo en el otro caso, para que produzca la fuga por la puerta principal.

Eriza la piel pensar que todas estas acciones de violencia y de evasión ocurran con la venia social, sea por miedo, sea por convicción o hasta por admiración. Cuando cosas como el sicariato, la extorsión, los “ajustes de cuentas” o los operativos de escondite para algún prófugo nos dejan de sorprender, podríamos estar ante una sociedad enferma. Una especie de síndrome de Estocolmo, que en este caso se materializaría en el afecto por quien lo tiene cautivo en medio del caos. Un capo para muchos, más respetable en su entorno que las mismas autoridades.

En este contexto, es también lamentable ver cómo la discusión sobre tan compleja temática, la inseguridad, decante en enfrentamientos, divisiones y acusaciones en el ring intelectual en que se han convertido redes como X; en burlas y descréditos muy afines al estilo de TikTok; en memes que ya insultan la inteligencia como son los que se multiplican con pasmosa facilidad por Instagram y Facebook. Ejemplos hay ya por montones de cómo actitudes similares han causado daños profundos en otros países, en diversas generaciones que se dejan influenciar por su red social de cabecera.

Los “guerreros” de las batallas intangibles que genera la inseguridad deben entender que sus armas digitales pueden también hacer mucho daño. (O)