Mucho se ha dicho sobre el discurso inspirador del presidente Daniel Noboa el 24 de mayo y su corta alusión al tema de inseguridad cuando las muertes violentas, vacunas y secuestros sitúan al país entre los más peligrosos del mundo. ¿Pero es la inseguridad solo un asunto de cifras?
No se debería abordar la inseguridad sin considerar aquello que marca las conductas, valores y creencias desde niños: microsistema (persona, familia y otros); mesosistema (vecindario, comunidad, organizaciones de apoyo); y macrosistema (modelos de influencia cultural, social, política). En suma, la “ecología humana” de U. Bronfenbrenner.
Hay odios como el “odioenamoramiento” (J. Lacan): I hate you, then I love you, then I hate you, then I love you more, en la sublime versión de C. Dion y Pavarotti; o en las barras bravas de estadios o el desborde en París de jóvenes rezagados por la cultura.
Pero hoy hablamos de un odio puro que mata sin sentido, sin lenguaje que interceda ni fuerza pública que lo ataje. La ruptura con el vínculo social es un acto sin miedo al miedo. Matar por matar a niños, mujeres, abuelos o miembros de bandas; en la piscinita, en el auto o tomando cerveza.
Matar por matar porque los seres humanos “quieren alcanzar la dicha, conseguir la felicidad y mantenerla (…) por una parte, quieren la ausencia de dolor y de displacer; por la otra, vivenciar intensos sentimientos de placer” (Freud, 1929).
Matar por matar para vivir con urgencia ese placer porque hay un malestar indescifrable en el sujeto. Ya no hay culpa de existir y “amar al otro como a ti mismo” no es posible cuando el otro tiene algo de uno que no se soporta.
Matar por matar porque no es solo el odio edípico a la ley del padre suplido por el líder de la masa. Tampoco es solo el odio como estructura, un odio primordial no eliminable expresado en la agresión al prójimo –una tentación para satisfacerse– vía explotación del trabajo, abuso sexual, despojo de patrimonio, humillación, martirio, asesinato.
Es odiar la satisfacción en el otro porque se odia la propia, tan oculta como inseparable, tan intolerable que no se la aborda con el lenguaje. Un odio consistente que apela al ser del otro, a su “sobreabundancia vital” como en el filme La sustancia. Matar por matar, un acto mudo y consistente, un cuerpo a destruir porque “es a mí a quien odio en ti” y “tú eres ese a quien odias” (J. Lacan). Es, a su vez, una muerte de sí mismo.
El amor, la familia, el vínculo social, la conversación, el deseo productivo y referentes probos debilitan la pulsión de muerte destructiva. Ardua tarea al considerar el contexto de pobreza, violencia y desdicha en que viven muchos jóvenes, presionados además por los GDO. De allí el apremio por invertir en programas deportivos, artísticos, ambientales, oficios, como soporte para resignificar el lazo social por medio del lenguaje y terapias de la palabra.
Porque si bien concuerdo con los fines de la Ley de Solidaridad Nacional, pregunto: ¿el mayor poder del crimen organizado está en sus estructuras económicas o en esos jinetes de la muerte que hacen parte de tales estructuras? (O)