Es inexplicable que un dirigente social que tiene peso político y ocupa las primeras planas de los periódicos no cuente con alguien que le explique las cosas básicas de la economía y de la vida en general. Más inconcebible aún es que exista ese alguien y que él no quiera entender. Algo de eso es lo que sucede con el presidente de la Conaie, Leonidas Iza. Desde que se convenció de que el precio de los combustibles fue la mecha que encendió los fuegos del octubre violento, viene machacando con ese tema. En su visión, todos los problemas del país se solucionarían con el congelamiento o, mejor, con la reducción de esos precios. Con esa convicción, atraviesa la puerta del Palacio de Gobierno, donde real y simbólicamente se toman las decisiones, sin comprender la oportunidad que tiene para interactuar con el poder (de turno dirá él; sí, de turno, como somos todos, diremos los mortales). Esa oportunidad de colocar en la agenda a la pobreza, a la desigualdad, a la desnutrición infantil, en fin, a una estructura económica que excluye a la mayoría de la población, se diluye antes de dar los primeros pasos dentro del emblemático espacio. Ensoberbecido por las emanaciones de los evanescentes combustibles no duda en acercarlos al fuego.

Supongamos por un momento que el Gobierno le hace caso y congela el precio de los combustibles. A partir de ahí, podríamos especular sobre lo qué pasaría o, mejor, sobre lo que no pasaría. Obviamente, no se acabarían los problemas, no solo porque los insumos no bajarían de precio, sino sobre todo porque la pobreza y la desigualdad con todas sus consecuencias son cuestiones un poquito más complejas y difíciles de combatir que lo que imagina el dirigente de los estallidos.

Si el Gobierno congelara o bajara el precio de los combustibles, el señor Iza sentiría que ha logrado un triunfo. Pero de inmediato habría que preguntarse si les sirve de algo a las comunidades que él representa (suponiendo que las representa, porque votación universal, directa y libre no ha habido). Esas comunidades seguirían ahí, estancadas, agobiadas con los problemas que arrastran históricamente, pero, eso sí, con tanques llenos en las camionetas de intermediarios que saben de quién aprovecharse. Es lo que se llama un triunfo pírrico (una palabreja que seguramente rechazarán sus fantasmagóricos asesores por considerarla un insulto racista).

Si el incendiario dirigente pudiera abandonar por un par de minutos su condición de elegido por el destino, por los dioses o por la Pachamama para salvar al pueblo, podría aprender de la propia historia del movimiento indígena. No fue por casualidad que este se convirtió en la expresión más avanzada de los pueblos originarios de América Latina. Sus dirigentes (Macas, Pacari, Chancoso, Tituaña, Maldonado, entre otros) tuvieron la capacidad y la sagacidad –o la virtud, diría Maquiavelo– para comprender que el problema indígena no se reduce a lo que sucede en los estrechos marcos de la comunidad. Entendieron e hicieron entender que la cuestión indígena es un asunto que debe resolverlo el país en su conjunto. Jamás se les ocurrió reducir sus reivindicaciones al precio de un galón de gasolina o de diésel. Asumieron en serio su responsabilidad. (O)