El pasado 25 de noviembre se conmemoró el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, con algunos actos en nuestro país organizados por quienes luchan tesoneramente contra este fenómeno, que no solo ataca a las féminas sino a las familias y a los hijos que quedan huérfanos.
Según la Asociación Latinoamericana para el Desarrollo Alternativo (Aldea), entre el 1 de enero y el 15 de noviembre de 2025 se registraron 349 muertes violentas de mujeres por razones de género en Ecuador, la más alta de la que se tiene registro. Es una mujer o niña asesinada cada 22 horas. Por otro lado, “el país cerró septiembre de 2025 con 6.797 muertes violentas. Si la media se mantiene, a finales de año esta cifra podría superar los 9.000 asesinatos y la tasa de muertes violentas sobrepasar los 50 casos por cada 100.000 habitantes”, publica Primicias el 29 de noviembre pasado.
Las preguntas son por qué y hasta cuándo. No se trata de más leyes. Hemos pasado de aquella frase de que a una mujer no se la debe tocar ni con el pétalo de una rosa a algo tan pavoroso como aceptar, normalizando la criminalidad, estos hechos de segar sus vidas y, por ende, las de sus más próximos, sin que reaccionemos y empecemos a analizar los porqués.
Vivimos una época en que matar seres humanos es una rutina diaria, de la cual ya casi nadie se escandaliza. Basta solamente con informarse de lo que ocurre en África, en Ucrania y en la Franja de Gaza. Los organismos internacionales creados para evitar estos genocidios carecen de reacción. Y la historia de la humanidad se ha escrito y se sigue escribiendo con sangre. Queremos conquistar el espacio, pero, espiritualmente, estamos a pocos centímetros del hombre de las cavernas. En lo que hemos realmente evolucionado es en el perfeccionamiento de las armas para matar masivamente al que tomamos como enemigo. Lo demás sigue igual. Y este fenómeno que ocurre a nivel mundial lo trasladamos a lo interno de la familia. ¿Cuáles son las consecuencias? Los niños corren el riesgo de tener problemas de salud cuando sean adultos, como afecciones mentales, depresión, ansiedad, diabetes, obesidad, cardiopatías, baja autoestima, alcoholismo, drogadicción, dificultades en la escolaridad y volverse delincuentes. Y lo más probable es que repitan luego el mismo patrón de conducta.
Los detonantes para la violencia familiar son generalmente el alcohol, las drogas y la falta de educación. Debemos enseñar en escuelas y colegios las normas de conducta necesarias para evitar que este fenómeno siga creciendo mediante el aprendizaje obligatorio del arte y el deporte. Si moldeamos el alma del sujeto desde temprana edad, desarrollando su sensibilidad y formando su espíritu, con el rigor y honestidad que implican la enseñanza de estas disciplinas, multiplicando las escuelas, dotándolas de la infraestructura que se requiere para un buen aprendizaje, con maestros especializados, a quienes se debiera pagar mejor y puntualmente sus salarios, otro sería nuestro destino. De ese modo, gastaríamos menos en armas y balas, e invertiríamos más en la comunidad; tendríamos más escuelas y menos cárceles, y, por ende, menos violencia en la familia y en la sociedad. No es una tarea imposible. (O)