Yo le he quitado el María y hasta construyo un diminutivo con su nombre. Pero no me confundo: una es la María Fernanda Ampuero de mis aulas, de mis cálidos recuerdos de profesora, colega y amiga, y otra, la escritora que desde su primer libro —Lo que aprendí en la peluquería, de 2011— ha emprendido un vuelo creativo imparable. Una vez que ganó en España el concurso Hijos de Mary Shelly, en 2015, con el cuento “¿Quién dicen los hombres que soy yo?”, dejó claro que, pese a trabajar en periodismo, lo suyo era la ficción.

Desde que su segundo libro de cuentos circula bajo sello español y comparte edición con una iniciativa ecuatoriana, muchos leemos y escuchamos a Fernanda en diferentes oportunidades. Leí de un tirón Sacrificios humanos, su flamante colección de 12 cuentos, y no me di tregua en mi sensación de incomodidad. Me puse a escucharla en varias de las numerosas presentaciones virtuales que ha hecho en semanas recientes. Y entre oírla y volver a su libro emprendo una exigente relación con sus palabras.

Alguna vez defendí que los libros se explican solos, que el lector debe desbrozar el bosque —a veces enmarañado a voluntad— de las historias y realizar complementarias construcciones al texto original. Tuve un profesor que preconizaba la independencia total del crítico respecto de declaradas intenciones del autor. Pero oyendo a Fernanda explicar los puntos de partida de las suyas, los homenajes que ha encriptado en sus pliegues, las experiencias personalísimas que sembraron de sugerencias sus líneas, volví a leer y recompuse facetas, imágenes, símbolos.

Como decía Baudelaire, la felicidad es para vivirse y el dolor para escribirlo. Los cuentos de Sacrificios humanos ahondan en sensaciones de abandono, soledad, rareza y marginalidad. Atraen con el poder del abismo que tienta al pie para dar el salto. La casa es oscura y su puerta está flanqueada por dobermans pero ingresamos, el callejón está recubierto por lama verde pero lo recorremos, nos damos la vuelta y recibimos el tajo. Este libro no es para espíritus que busquen la placidez o que se aferren a una visión romántica de la vida. Aquí hay materia para que un lobo nos respire en la nuca y para mojarnos las manos de sangre.

Cuando se leen cuentos siempre ocurre que unos nos gustan más que los otros, que son imprevisibles las conexiones que la diversidad alimenta. Yo pongo por encima de todos “Laberinto”, en el cual dentro de la ola de la más sostenida oralidad seguimos la conversación de una pareja que va magnificando un ataque de ansiedad para poner en palabras la dimensión de su fracaso y en magnitud el tamaño de su miedo. La renuncia a la intermediación de un narrador catapulta el dramatismo y afila su final hacia un reconocimiento (¡qué ganas de decir anagnórisis!) venerable. Porque un texto siempre se alimenta de otros textos.

Fernanda da testimonios. Cuenta sobre su infancia —cuántas niñas y muchachas entre su humanidad literaria—, sobre su familia y barrio, sobre su experiencia de migrante y su militancia feminista. Es elocuente y apasionada. Pero cuando escribe literatura corta y rasga, devela y denuncia, no hace concesiones. Sin embargo, un hálito poético, una manipulación lingüística consciente brotan de sus páginas. “Véanme, véanme”, repite la chica del cuento “Biografía”. Y tenemos que hacerlo. (O)