Para subir a una montaña es preciso emprender el más difícil de los viajes: el retorno a uno mismo. Desde hace muchos años que no siento el deseo de escribir poesía. ¿Esta prosa tiene que ver con la poesía? Hace mucho tiempo que no siento tanta incertidumbre. ¿Me dejarán las montañas ir hacia ellas? ¿Cuáles son los riesgos? ¿Acaso esta necesidad de ir hacia ellas no obedece a un llamado? ¿Me llaman las montañas? Siempre me han llamado, soy de ellas, nací en ellas, en la altura. Desciendo del bus y veo, sólidos frente a la pequeñez humana que represento, a los picos del Volcán Illiniza, como dos gemelos. Cuenta la leyenda, o el mito de los Andes, que el Illiniza Norte es hembra y se llama Tioniza, y el Sur es macho, el Catsucumi, y eran pareja, pero ella se enamoró del Taita Cotopaxi. El Rumiñahui reveló el romance. El Volcán Corazón, que era hijo de ellos, lloró hasta formar la laguna del Quilotoa. Pienso que puedo entender esta historia: toda mi vida he estado enamorado del Cuello de Luna.
La montaña es humildad. Siempre me he sentido fuerte, capaz de levantarme de las caídas. Aquí no soy más que una bolsa de huesos, una memoria, piernas débiles, rodillas que arden, un corazón roto hace muchos años y varias veces, un cansancio que ya no pude más, que conforme se acaban los verdes paisajes del páramo, se queda sin fuerzas. Pensaba que haber logrado la ruta integral de los Pichinchas me había preparado para esto, pero uno nunca está del todo listo para los grandes desafíos de la vida. Me agito. Se me aceleran los latidos. Pienso que soy débil, que nunca debí desafiar a los Andes, que soy un audaz irreflexivo. ¿Cómo no puedo aceptar que cada vez soy más cobarde? Ni en los peores días de una oprobiosa pesadilla autoritaria fui cobarde. Hoy lo soy. No entiendo qué me trajo aquí, qué idea peregrina me lanzó a esta absurda exposición: el dolor de todos mis músculos, articulaciones, y ligamentos. La falta de aire. El agotamiento del cuerpo y de algo más etéreo que está al fondo de mi vida. Una vez más me culpo por no cuidar de mí.
Por esta ocasión, y debido a retrasos logísticos, no iremos hacia el Refugio de Nuevos Horizontes. Subiremos directamente a los 5.126 metros sobre el nivel del mar del Illiniza Norte. Me parece una locura lo que estoy haciendo. ¿Hasta cuándo la vida me permitirá volcarme, sin timón y en el delirio, hacia empresas de aire y arena? Pronto, estas chuquiraguas que me rodean se acabarán. Vendrá un arenal descomunal frente a precipicios y piedras. Y luego vendrá una cumbre de rocas sueltas, que bailan con el viento, el hielo y las nubes. Otra vez me veo con un arnés y mosquetón. Otra vez siento que queda atrás el cuerpo pero luego vuelve, una y otra vez, con el agotamiento, con la sensación de que ya no puedo dar un solo paso más. Muevo los hombros. Procuro sentir mi sangre recorriendo mis venas y arterias. Procuro recordar que estoy vivo para darle un último aliento de energía a mis piernas. Aplaudo. Me doy golpecitos en los brazos y antebrazos. Hay que sentir el cuerpo. Quiero sentir que estos huesos están vivos y tienen energía. Aunque ya no la sienta. Pero no puedo rendirme. Soy un hijo del gran Pichincha y no puedo rendirme. Vengo del trueno horrendo que en fragor revienta, y sordo retumbando se dilata. Olmedo está, siempre estuvo, en la cadencia de mi voz. Mi maestro fue un Fakir. Lloré agua de sol en punta de pestañas.
Sorteo los abismos al cruzar angostos callejones de rocas. No siento vértigo, nunca lo he sentido. He sido poeta. Alguna vez escribí poesía y algún día lo volveré a hacer. Cuando publiqué mi primer libro me propuse no volver a escribir poesía. No volver a indagar tan adentro de mí. Quise ser un ciudadano ejemplar, tributante, cerebral. Pero hoy me hallo aquí, ascendiendo al Illiniza Norte, persiguiendo algo que no sé qué es. ¿Es la cumbre? ¿Es esa otra cumbre que es mi casa o son mis padres? Todo ha perdido sentido. Lo único que importa es ese cúmulo de rocas prehistóricas que se alzan entre la niebla y la nieve. Uno de los guías, al notar mi agotamiento, me dice que ya no queda mucho más camino. Son menos de 15 minutos. A las fuerzas que me faltan le suma su cuerda y su entusiasmo. Siento una recarga, una especie de esperanza última. Soy diminuto y diminuto como soy asciendo al lugar más alto en que he estado sobre la tierra. Aún no llego a la cumbre y estoy llorando, porque no entiendo nada, sólo siento la sensación de lo irreal, de lo imposible. El delirio. La felicidad. Una pureza que es como una libertad. Una cruz de metal encuentro en la cima. Y no soy tan débil. Y sigo sin saber por qué he venido.
Una semana después sigo sin poder creer que coroné la cumbre del Illiniza Norte. Me sigue embargando la curiosidad de esta aventura. ¿Qué significa? ¿Por qué me hace pensar en la poesía? ¿Por qué la poesía me salva siempre? Federico García Lorca ha sido asesinado hace 85 años, también en agosto, pero probablemente sin haberlo encontrado nunca hubiese podido ascender a ninguna cumbre. Lorca, y mis poetas más amados, me acompañan en la exploración de los Andes, que es la exploración de mi vida. Quizá sí hay un llamado. Ha llegado la hora de liberarme de todos los pesos pesados que por años he llevado sobre mis hombros. Debo estar ligero porque hay un llamado. Desde las primeras imágenes de la infancia ha habido un llamado. Un Cuello de Luna. Un astro de tierra y nieve, que en sus adentros tiene lava y gases. El Illiniza ha sido la trama, el camino. Tengo heridas de ese volcán en todo el cuerpo. Y ya no importa. Para subir al Cotopaxi hay que alcanzar la ligereza. Para intentar ascender al Cotopaxi he tenido que cruzar fronteras, superarme a mí mismo, jurar nunca más escribir poesía y años después arrepentirme; abandonar sueños y merecer milagros, volverme ruin y luego un faro en la densa bruma de la noche. Volverme un militante de la memoria y luego buscar, desesperadamente, el olvido. Quizá, mientras ustedes leen esto, habré alcanzado esa cima tan cercana del sol, o quizá esa cima, como la poesía, aún me espera. (O)