Estuve en el cierre de un proyecto de Scholas, organización creada por el papa Francisco en 2013 para fomentar la integración social y la cultura del encuentro a través de la educación. Scholas utiliza el arte, el deporte, los diálogos y la tecnología como herramientas para que jóvenes de distintas realidades y creencias identifiquen problemas en sus comunidades y propongan soluciones concretas.

Organizada por la Junta de Beneficencia, la jornada se realizó en la Ciudad Deportiva Carlos Pérez Perasso. Participaron 300 jóvenes de 30 colegios de barrios populares de Guayaquil, que habían estado reunidos entre el 29 de septiembre y el 6 de octubre de 2025.

En la reunión de Scholas, los jóvenes hablaron. Presentaron orgullosos sus conclusiones. No pidieron cosas imposibles ni reclamaron revoluciones. Solo dijeron, con la sencillez del que no finge, que les dolía.

Una pregunta anónima, al comienzo de su encuentro, bastó para abrir sus corazones. Y al develar sus respuestas descubrieron el denominador común de sus sufrimientos: les duele la inseguridad, el racismo, la discriminación, las malas influencias, la venta y el consumo de drogas en colegios, en calles, en parques.

Pero lo que más los hiere –y sorprendió a las autoridades presentes– es la ausencia de los padres. La falta de acompañamiento, no solo de ellos, sino también de maestros, familiares y adultos que deberían ser su abrigo. Les duele la soledad. Les duele el silencio en las mesas, la prisa que los deja sin abrazos. Se sienten solos, abandonados en un mundo donde la inseguridad acecha, como plasmaron en un mural colectivo. Piden presencia, tiempo, no discursos.

Y los adultos –padres, docentes, acompañantes– escuchaban. Algunos con lágrimas, otros con la mirada baja, atravesados por una culpa silenciosa. Prometieron cambiar, estar más, mirar mejor.

Es un cambio de paradigma: hijos trazando la hoja de ruta para padres. Son ellos quienes dicen que hay que aprender el arte perdido de acompañar.

Pero mientras los jóvenes urbanos confiesan sus dolores, me pregunto: ¿qué dirán los jóvenes indígenas, los que crecen entre montes y ríos, los que nunca se desconectaron de la tierra porque jamás perdieron su vínculo con ella? ¿Qué sienten los jóvenes de los campos y las ciudades sitiadas, los que viven los enfrentamientos entre vecinos, los que ven romperse los lazos más antiguos? ¿Cuáles son sus dolores más profundos?

Quizás ellos no hablen de soledad, sino de pérdida de raíces. Quizás no pidan que los escuchen, sino que los miren. Tal vez su hoja de ruta esté escrita con símbolos, cantos y silencios que todavía no comprendemos.

Aún no descubrimos el país uno y diverso que somos. Queremos una unidad que se parece más a la uniformidad; nos cuesta reconocer nuestros errores –no solo los de los políticos o las instituciones, también los nuestros–, y así seguimos siendo espectadores, no protagonistas, de la debacle nacional.

Si los escucháramos a unos y a otros, tal vez encontraríamos algo más cercano a la realidad: el lamento y la alegría, la herida y la esperanza.

Porque no se trata solo de que los padres aprendan de los hijos. Se trata de que todos –adultos, jóvenes, indígenas o citadinos– aprendamos de nuevo el arte esencial: estar presentes. (O)