Algunos estudiosos ya se han manifestado sobre una novela ecuatoriana que se publicó en 2019, en la reciente editorial española La Navaja Suiza. Me refiero a Nuestra piel muerta, de la cuencana Natalia García Freire. Admito que me he tardado en leerla, ocupada en títulos de trabajo y distracciones varias. Pero había cometido un gran error. Pese al enorme esfuerzo que supone estar actualizado en materia de publicaciones, hay determinados libros que se deben conocer de inmediato porque surgen bajo una aureola que se va ampliando. Ese es el caso de esta ópera prima. Un compañero muy cercano me habló de la excelencia de esa narrativa. Leí reseñas favorables. Ahora emerjo de una lectura despaciosa y feliz.

Es una novela sin estridencias. Hay libros que arrastran mucho ruido, lo provocan con adjetivos y descripciones sangrientas, los leemos en estado de exaltación y sofocando gritos. En otros, como este, la sutileza, la capacidad de sugerencia va hilvanando una historia no exenta de crueldades, pero cuya superficie es salmodiada por una voz que narra un despojo, desde un mundo pequeño, casi silencioso. La leemos de puntillas, con la lentitud necesaria para escarbar.

Tiene un protagonista que cuenta, un padre destinatario del monólogo de un hijo que se vio arrojado del lado de su madre y de su casa. Decir casa es trajinar por grandes estancias, pasillos y patios de una residencia solariega que albergó a muchos y que en el presente es escenario de un par de invasores, que con un extraño poder se adueñan de todo. Los espacios principales son el jardín y el establo, porque esta es una novela del mundo vegetal y animal más que del humano. Con seguridad de entomólogo, la voz desgrana la intensa y rumorosa vida de los insectos, revelando el mundo de lo pequeño que funciona en paralelo a las horribles vidas humanas. Los minúsculos seres que perviven entre la tierra y las plantas concentran cantidad de favorables significados.

No hay orden para contar porque la memoria no lo tiene. En un ritmo que alterna presente y pasado, el lector va construyendo el drama de una familia donde a la esposa le arrebatan su puesto por ser arreligiosa y refinada; donde un niño siente miedo constantemente, donde el patriarca es doblegado por dos hombres que ostentan más poder que él. Viene de atrás la decisión de ciertas ficciones de enmascarar en la locura el rechazo o la marginación de las mujeres. Esto ocurre: a la madre “loca”, es decir, diferente, hay que encerrarla, y el hijo remplaza su afecto con el de una araña.

Impresiona el suave pero firme estilo de la escritora para crear un tejido de palabras cargadas de hálito poético y capaces de levantar un copioso simbolismo con reminiscencias clásicas y bíblicas. Ya lo dijo el norteamericano Paul Auster: La literatura no es un arte donde pueden sorprender los jóvenes porque lleva una vida dominar una lengua. Con Natalia se hace visible una capacidad especial para expresarse en un español caudaloso, nominador del exacto nombre de las cosas, que revela lo que decía Borges: Más se lee que se escribe. Creo que detrás de su autora se suman centenares de libros que han vertido en su psiquis un mágico resplandor.

Natalia García Freire, cuya novela ya está traducida al francés, queda inscrita en nuestros anales literarios y nos pone a esperar lo que vendrá. (O)