Hace unos meses almorcé con mi tía –la doctora Donna Hicks, experta en resolución de conflictos en Harvard– y me regaló su libro Liderando con dignidad. Lo hizo en el momento más oportuno de mi carrera política. En medio de la conversación me dijo algo que se me quedó grabado para siempre: “La dignidad no se otorga, se reconoce. Y cuando se vulnera, se rompe algo profundo en las personas”.

En ese momento, yo aún no imaginaba que asumiría la presidencia de la Asamblea Nacional del Ecuador. Pero esas palabras se convirtieron en una brújula interna, una especie de recordatorio constante sobre el tipo de liderazgo que el país necesita.

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La política, en demasiados rincones del mundo, ha olvidado el valor de la dignidad. Se ha transformado en un campo de batalla donde se gana destruyendo, se debate gritando, y se lidera imponiendo. Pero el momento que vive el Ecuador exige algo distinto. Exige liderar con propósito. Y sobre todo, liderar con respeto.

Cuando caminé por primera vez hacia el pleno como presidente de la Asamblea sentí el peso de la historia y la expectativa ciudadana. Comprendí que no se trata solo de administrar una institución: se trata de representar un nuevo espíritu. Uno que no insulte. Que no humille. Que no reduzca al otro a un enemigo, sino que lo reconozca como un ser humano con dignidad.

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Liderar con dignidad no es solo tratar bien a los demás. Es escuchar al otro con atención, incluso cuando pensamos distinto. Es tomar decisiones difíciles sin perder la compasión. Es reconocer nuestros errores con humildad, sin justificar lo injustificable ni cargar culpas ajenas. Es hablar con firmeza, pero nunca con desprecio.

Durante estas primeras semanas al frente de la Asamblea he recibido tanto reconocimiento como críticas. Algunas me han hecho reflexionar profundamente. Comprendo que ciertas decisiones –por necesarias que hayan sido para marcar disciplina y orden– pueden parecer autoritarias. Lo entiendo.

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Liderar con dignidad también implica revisar el impacto de nuestras acciones, afinar el camino y mantener el rumbo claro sin renunciar a los principios.

He visto cómo cambian los ambientes cuando se prioriza el respeto. Cómo se abren puertas cuando, en lugar de señalar, extendemos la mano. Y cómo, incluso en medio de las diferencias, aún es posible construir consensos que incluyan a todos.

Nuestro país necesita una política que no solo administre leyes, sino que cure heridas. Que no solo resuelva problemas, sino que eleve el espíritu de una nación. Porque detrás de cada ley hay una historia. Detrás de cada debate, un rostro. Y detrás de cada voto, una vida que merece ser tratada con dignidad.

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Estoy aquí para servir. Para escuchar. Para aprender. Para equivocarme con valentía y corregir con humildad. Para demostrar que sí es posible liderar con dignidad, incluso en el lugar más observado, más exigente y más tensionado del país: la Asamblea Nacional.

Y hacerlo con firmeza, sin renunciar al orden y la disciplina, pero con la madurez de saber cuándo escuchar más y mejor. (O)