En buena medida, la razón de la historia y el argumento central del poder y del contrapoder, con raras excepciones, han sido la violencia. Las conquistas son episodios de sangre y fuego. Las revoluciones de todos los signos acceden al mando y se convierten en factores de dominación no por el consenso o el voto, sino por las armas. Las dictaduras son fuerza pura, imposición de las visiones del déspota. Incluso la ley, en el más democrático de los estados, tiene encapsulada la violencia, ¿qué es sino la amenaza de la pena, concepto fundamental del derecho sancionador? La ley, sin embargo, es un esfuerzo de civilización y la República también.

Grito mundial de independencia

La “civilización” sigue usando la violencia como solución final de los conflictos. Los ejércitos son instituciones que la articulan, profesionalizan y organizan. Las armas son herramientas de la fuerza. Lo que el mundo ha logrado en tantos años es, apenas, legitimar cierta violencia y someterla a algunas reglas. Con trágico realismo –o con inmenso cinismo– el mundo ha reconocido que es imposible, al menos hasta aquí, desterrar la violencia como razón final y como recurso eficiente del poder o del combate al poder.

El terrorismo es violencia y muerte, también es una doctrina y una bárbara práctica. La fuerza mueve al mundo. Desde los tiempos del anarquismo ruso, en combate contra el zarismo, sus ideólogos perfeccionaron la teoría de la intimidación por el miedo y de la eliminación del adversario por el ataque sorpresa; se inventó el atentado contra la población civil y se hizo de la muerte el argumento para ganar sometidos por la adhesión que suscita el terror.

Corrupción: ¿mal funcionamiento cerebral?

En nuestros días, con el fanatismo religioso, el fundamentalismo político y la delincuencia organizada, enemigos de las sociedades abiertas, resurge la violencia sistemática, y queda inerme la comunidad afectada en su referente fundamental: la confianza.

Uno de los efectos del terrorismo es que rompe el tejido social y arma a todos contra todos. La sospecha cunde y por ese medio se aniquilan todos los lazos de solidaridad. El horizonte humano se modifica, más aún en sociedades cuyas pautas se basan en la confianza y en la presunta seguridad que le brinda la organización política y judicial. Cuando la violencia se mete en una sociedad, cambian los valores y se altera la conducta. La gente queda herida en su ánimo, en su estilo de vida, en la forma de ver al vecino, en la actitud al caminar. De la despreocupación, se pasa al sobresalto. Ese es el veneno terrorista.

Conflicto en gestación

Es hora de pensar al mundo con su violencia globalizada y en los “argumentos” del terrorismo. Tras estos hechos siempre está el inevitable y fatídico tema del poder al que se ataca y del poder de quien responde al ataque. También está el frenesí por llegar a dominar o por torcer el rumbo del que domina. En medio de todo esto está el hombre desprovisto de armas, la víctima que no admite que la violencia pueda operar como razón ni que la muerte de inocentes sea argumento para nada. Nunca lo será en el alma del hombre limpio que, pese a todo, es la mayoría en este tiempo dolorido y absurdo. (O)