La tensión entre el desorden de la democracia y el singular orden del autoritarismo instan a repensar el constructo de inteligencia, más allá de Binet, Piaget, Gardner o Goleman.
Leyendo a varios pensadores para comprender el movimiento pendular de los días pienso que, si la realidad humana es caótica y cambiante, azarosa y contradictoria, las decisiones morales lo son también. De allí que el pensamiento complejo (E. Morin) sea vital para admitirlo y abordar con cautela la brutalidad de los sucesos sin el simplismo de la liquidez advertida por Z. Bauman. “No olvides que lo nuevo puede surgir y, de todos modos, va a surgir”, adelanta Morin.
Si los absolutos de la verdad han muerto (F. Nietzsche) y los heraldos negros de Vallejo nos acechan, bien ha calificado Bauman a la posmodernidad como una “modernidad sin ilusiones”. Que la ciencia y la IA traen el progreso; que la divinidad nos protege; que la paz es duradera; el desorden, transitorio; los acuerdos, permanentes; la justicia, para todos; ideales que animan a los necios a traducir la abstracción en prácticas para el bienestar colectivo.
Es de esa “inmensa minoría” (J. R. Jiménez, citado por E. Krause) de la que depende el porvenir. De su terca lucha por una vida buena, donde la empatía por el otro mueva el tablero de los deseos personales; donde la acción cívica y el pacto social sean la opción ante la amnesia pública, y vaya aquí mi elogio al doctor Germán Rodas y la CNA en tal esfuerzo. Porque “la fuerza de repulsión es lo que nos mantiene en vuelo, no la fuerza de atracción”, anota Bauman.
Si es cierto que tampoco los problemas morales se resuelven con solo la razón, sería entonces prioritario repersonalizar la moralidad para anudar el lazo entre el discurso y el compromiso de la acción, porque “a menos que la responsabilidad moral se enraíce desde el principio en nuestra manera de ser, nunca podremos conjurarla más tarde”, plantea Bauman. Así, la moralidad saldría de su “rígida armadura de códigos éticos construidos artificialmente”.
La paz total, la derrota final del terrorismo, la eliminación del narcotráfico, la infinita bondad humana o la objetividad entre paréntesis (H. Maturana) son, asimismo, ideales, ya que estamos sujetos a la lucha perpetua entre eros y thanatos, pulsiones de vida y muerte, dos fuerzas de la condición humana siempre en pugna. Ya decía Freud que gobernar es uno de tres imposibles.
Y si el fin justifica los medios, premisa maquiavélica, la cuestión de qué justifica el fin arrastra el enigma del impacto moral de la moralidad políticamente correcta. De allí que la necesaria censura a la corrupción e impunidad y al desacato del Estado de derecho acompañe el entusiasmo de los necios porque es esa capacidad personal la que permite mantener la brújula orientada hacia el bien, asegurando la supervivencia social.
Es esa capacidad la que hace posible la negociación ética y el consenso y no a la inversa, observa Bauman. Asumirlo es pensar en el futuro porque tarde o temprano aparecen monstruos gestados en la matriz de cualquier Estado desvinculado de la condición moral de sus ciudadanos. (O)