Leía con curiosidad un artículo reciente que mencionaba el rápido desplome del respaldo popular a Gabriel Boric, presidente chileno, quien en pocas semanas de gestión ha visto reducir su popularidad a niveles del 30 % con un rechazo ciudadano de más del 50 %, lo que pone en evidencia la creciente insatisfacción política en el país del sur. En el caso de Perú, la situación es aún más crítica, toda vez que el rechazo al presidente Pedro Castillo se disparó a niveles del 76 %, mientras que el 63 % opina que el presidente peruano debería renunciar en lugar de permanecer en el poder hasta completar su mandato. Las cifras tampoco son alentadoras para el presidente colombiano Iván Duque, quien, en medio de la fuerte polarización de su país, tiene una popularidad no mayor del 20 %.

Estos ejemplos de claro deterioro de la popularidad de varios de los gobernantes de la región están relacionados, de acuerdo con algunos analistas, a la percepción generalizada que existiría en América Latina respecto de la democracia, con mucho rechazo e incredulidad por parte de la gente; en una medición realizada en 2021, la mayoría de personas consultadas afirmaba que casi todos los políticos son corruptos, reafirmando así la idea de que el apoyo al concepto de democracia liberal ha caído en su nivel más bajo en los últimos treinta años. ¿Podría sostenerse, por lo tanto, que América Latina está harta de la democracia? Posiblemente una lectura apresurada sugiera una afirmación en este sentido, sin perjuicio de lo cual resulta procedente revisar otras gestiones en el poder, mandatarios (algunos con fuerte impulso populista) cuya popularidad se sigue manteniendo vigente, más allá de los años transcurridos en el poder.

En ese escenario y aun en medio de sus controversiales políticas en la lucha contra las bandas criminales, Nayib Bukele, el presidente salvadoreño, ha podido mantener y afianzar una elevada cuota de popularidad entre sus conciudadanos, manteniendo niveles de aceptación de más del 70%; caso similar es el de Manuel López Obrador, presidente mexicano, quien en una reciente encuesta alcanzaba el 63 % de respaldo ciudadano, alto y llamativo porcentaje, especialmente si se toma en cuenta que si bien a título personal cuenta con esos niveles de aprobación, el descontento ciudadano en temas específicos de su gestión es bajo y preocupante. Por su parte, el presidente uruguayo Luis Lacalle Pou mantiene una aprobación de más del 50 % con dos años de gestión, mientras que Luis Arce, presidente boliviano, cuenta también con un respaldo mayoritario de sus conciudadanos.

No es cierto, por lo tanto, que la popularidad, ese reconocimiento tan anhelado por los gobernantes, sea una meta esquiva e incomprensible, virtualmente imposible de alcanzar, especialmente luego de años en el poder. Lo curioso es que sin ser la popularidad sinónimo de éxito en la gestión presidencial, todos la buscan como prueba irrefutable del reconocimiento popular. Un dato final, todos los presidentes con alta popularidad tienen algo en común: interpretan fielmente las expectativas y angustias de sus pueblos. ¿Tan difícil es? (O)