La libertad es como el aire, dijo alguien. Solo cuando falta, la extrañamos. Mientras tanto, ventajosamente aún está aquí y, con los altibajos de rigor, la ejercemos, decidimos, trabajamos y, si es el caso, pensamos y opinamos contando con ella. Parecería, sin embargo, que semejante privilegio estaría exento de errores, y que, desde la libertad, siempre se acierta. Pero no es así.
La posibilidad de equivocarnos atañe al hecho de que somos humanos, seres impredecibles, susceptibles de error, pasión o manipulación, influidos por la propaganda, las modas, las tendencias o, simplemente, ignorantes y, a veces, soberbios y suficientes. Entonces, el error, asociado al ejercicio de la libertad, o al miedo que ahora determina tanto la conducta, es un tema esencial. Y alguna vez hay que ocuparse y pensar en ese riesgo, y en el hecho de que quien opina, sugiere, propone, actúa o aconseja puede errar.
El Código Civil señala que el ejercicio de la voluntad puede estar viciado por error, fuerza o dolo. Esa regla no se agota en los contratos privados. La política y el ejercicio del poder pueden estar viciados por tales temas. Más aún, la historia de la República es ejemplo de frecuentes episodios marcados por equivocaciones, autoritarismo, picardía y mala fe. El poder no está exento de semejantes riesgos. La Constitución vigente es testimonio de desaciertos conceptuales y políticos, incluso de equivocaciones gramaticales.
La fuerza con que se indujo el proceso que concluyó en la Asamblea de Montecristi, sus errores de apreciación de la realidad del país, la suplantación de sus valores por prejuicios ideológicos son ejemplos evidentes en un texto que se impuso a una comunidad que no leyó tan farragoso documento.
Más pruebas al canto: la vida republicana en los últimos cincuenta años, el populismo que prosperó gracias al voto popular, la calidad de congresistas, asambleístas y gobernantes, el caos en que se ha convertido el ordenamiento jurídico y el desierto institucional en que vivimos.
La democracia, además de una forma de elegir y de un sistema de legitimar el poder, es un aprendizaje, un camino que se hace con aciertos y desaciertos, ya sea porque la ciudadanía no pasa de ser una palabra o porque la desinformación triunfa o porque la indolencia hace de las suyas.
El populismo tiene su origen en errores de los electores, en manipulación de sus esperanzas, en engaño sobre las posibilidades reales. ¿Hay libertad de elegir? Quizá. Pero en su ejercicio se incurre en equivocaciones. El problema es que rectificar es difícil, si no imposible. Hay que sufrir los errores o despedir al poderoso, y ambas opciones son complejas, y apuntan a la incertidumbre, la inestabilidad y al deterioro institucional.
La pregunta que me hago es quién se hace cargo de los errores, la fuerza y el dolo cuando vician las leyes, y de las aventuras en que nos ha metido el poder.
Así, pues, la libertad, más allá de una palabra, es un valor y una conducta que acarrea responsabilidades, y que implica la posibilidad de equivocarnos. (O)