Salir a la calle siendo mujer es practicar un deporte de alto riesgo, sin entrenamiento ni equipos de protección. Soy víctima del sistema y me siento impotente, no solo porque me ofusca estar en ese ‘papel de víctima’, sino porque lo que me pasa a mí, les pasa a muchas. Tan cotidianas son las escenas de violencia que llegan a considerarse normales.

Hace poco, una amiga y yo vivimos dos sucesos que nos pusieron frente a la más dolorosa vulnerabilidad. Ambas estamos conscientes de lo agridulce que es ser mujer en Ecuador. En un punto siento que es absurdo hacer eco de esto, sabiendo que no se compara con otras situaciones, que en tantos casos se convierten en daños físicos y mentales o enfrentar la muerte, sin embargo, escribirlo me permite hacer catarsis y un llamado de atención a quienes me leen, de que la violencia no se combate si la luchamos solas.

A finales de mayo en un hotel en Quito, nos acercamos a recepción para pedir una habitación. Entre llenar documentos de rutina y pagar, un sujeto se detuvo a mi lado. Su mirada era incómoda e invasiva. Solicitó una habitación y mientras el recepcionista miraba en el sistema la disponibilidad; creo yo, para poder decirle al hombre que no había espacio pues se notaba que estaba ebrio, este hombre nos dijo en voz alta y sin empacho si es que mejor queríamos compartir habitación con él. Nos quedamos calladas, no salían las palabras. Nadie en el hotel hizo ni dijo nada por nosotras. El guardia no lo notó. Los dos recepcionistas miraban al piso y ninguno tuvo la iniciativa de llamar a seguridad para hacer que este hombre se retirara. Lo que vivíamos era una escena de acoso tan normalizada que no genera reacción de la gente. Esto fue dentro de un espacio físico controlado, imaginen qué puede pasar en la vía pública en que una mujer está indefensa.

En el discurso de empoderamiento nos repetimos que callar no es la solución, pero el terror de hacerle frente a una situación como estas te gana.

Hace dos días, en Guayaquil, un motorizado casi nos choca. Él mismo produjo este accidente por imprudente al momento de manejar. En una ciudad ajena a la mía y en las actuales circunstancias, debo reconocer que el pánico se apodera de mí. Me desmoralicé, incluso sabiendo que no tenía la culpa. No podía decir nada mientras este tipo me gritaba y me pedía que le pagara los daños amenazándome.

Había cuatro hombres alrededor, para ellos era tal vez más cómodo sacar un celular antes que brindar el contingente. Dentro de mí, pese a ser la víctima, sentía incluso culpa de que debía ayudarlo porque mi sensibilidad no me permite ir a dormir tranquila sabiendo que el arreglo de la moto podía implicar un día sin comida en su casa. Viví violencia verbal y me otorgué una carga moral que no debía estar en mis manos.

No sabes si debes reaccionar. No sabes con qué suerte corres si enfrentas la situación como deberías, por un mínimo sentido de justicia y defensa propia. Te expones a insultos o quizá golpes. Se quedan atrapadas las palabras que uno quiere gritar por temor, una sensación que las mujeres compartimos constantemente. Me aterra vernos tan indefensas y desprotegidas, mientras el mundo mira impávido. ¡Hasta cuándo…! (O)