Este es el objetivo, en su acepción más básica de la ética, una palabra que proviene de la raíz griega ethos que significa comportamiento. Así, la tarea humana fundamental es el cultivo de las actitudes personales positivas para forjar el temple que se requiere en el proceso consustancial a la existencia que busca los caminos correctos para garantizar el fin último de la humanidad que es la supervivencia de la especie y del entorno. El individuo no puede ser considerado como una instancia aislada y menos aún como fin, sino que lo debe ser en su relación con los otros y con el medioambiente.

Desde este enfoque se comprende el rol de los referentes morales que inspiran y condicionan la acción. Lo sociológico, antropológico o cultural son aproximaciones que describen lo que sucede sin la intención de relacionarlo con lo moral. La ética, en cambio, apunta a la realización del ser a través de la construcción del carácter fundamentado en las virtudes, tradicionalmente definidas como conductas conectadas con el bien, opuestas a comportamientos vinculados con el mal que es asimilado a los vicios. Al bien se llega desde la virtud y al mal desde el vicio.

Las virtudes, claramente identificadas en la cultura occidental, son mencionadas ya en la obra de Homero, en la Ilíada y en la Odisea, en las que sus personajes representan a alguna de ellas. Príamo a la prudencia, Ulises a la astucia, Penélope a la fidelidad, Héctor a la valentía y así… Todos los pueblos declaran las virtudes que los inspiran, siendo todas necesarias porque aportan en la búsqueda y construcción de sostenibilidad. La forja del carácter es, entonces, el proceso que por medio de la práctica de las virtudes busca la excelencia –relacionada con la bondad aplicada– que implica permanente superación personal y no competitividad con los otros para vencerlos, conducta conectada más con la negligencia moral y la destrucción.

La educación de las personas debe apuntar a este objetivo teniendo como mecanismo a la razón compasiva que exige tratar al otro de la misma forma como el individuo quiere ser tratado, desarrollando la capacidad de conectarse con el dolor y con la alegría del otro, porque no somos solos sino que formamos parte de un todo que supera lo material y se vincula con la trascendencia espiritual o sobre natural que nos permite comprender el valor de la virtud como mecanismo de conservación.

Lo dicho, naturalmente, se aplica a todo… a nuestra sociedad devastada por el individualismo, el cinismo, la corrupción y la entronizada pantomima de la virtud como referente. Todos los ciudadanos y todos ámbitos sociales pueden rescatar el valor de la ética como la permanente intención de mejorar para contribuir con el bien común. En política, el nuevo gobierno puede fundamentar su gestión en la virtud practicada por sus integrantes –porque discursivamente ya se declararon virtuosos– evitando acciones, pactos y estrategias que no solamente la contradicen sino que cimientan realidades obscuras que contribuyen con la corrupción y la injusticia social que se encuentran en las antípodas de la ética y en consecuencia de la sostenibilidad. (O)