Inicialmente, sorprendió la respuesta del presidente de la República a las críticas que recibió por la inacción de su gobierno frente al habeas corpus exprés cargado de irregularidades. En primer lugar, refiriéndose al exvicepresidente Glas, beneficiario de esa medida, sostuvo que este individuo le había difamado durante quince años, pero que él no ha llegado a la Presidencia cargando en su mochila odio ni resentimiento. Concluyó afirmando que no cree que deba usar el poder para causar daño a alguien. En síntesis, situó el tema en el plano personal con lo que dejó de ser un asunto de interés público y él mismo dejó de reflexionar como presidente.

A continuación, interpretó las críticas como un llamado a intervenir en la justicia. Posiblemente, a juzgar por la familiaridad en el trato que refirió el presidente, esa sugerencia debió provenir del círculo cercano. Pero quienes sólidamente lo cuestionan no le piden que viole la independencia de funciones. Simplemente le señalan que, como presidente de la República, no dio las directivas necesarias y oportunas para impedir esa irregularidad y que sus colaboradores, desde el ministro de Gobierno hasta el último funcionario de la cárcel, no se atuvieron a una línea de respeto irrestricto al orden jurídico. Lo que se le ha dicho es que debió acatar lo establecido en el texto constitucional (artículo 147.1), que le obliga no solo a cumplir, sino también a hacer cumplir la Constitución y las leyes. Hacer cumplir no significa meter la mano en la justicia, sino tomar todas las medidas necesarias para garantizar la vigencia del Estado de derecho.

En este caso concreto, el papel del presidente y en general del aparato gubernamental consistía en asegurar el cumplimiento del debido proceso y evitar que un delincuente –condenado en dos causas y con una tercera en apelación– evadiera sus sentencias y se librara de la reparación económica que le debe al país. No actuaron así y con ello alimentaron las sospechas que venían tomando cuerpo desde hace varias semanas. Son muy poco creíbles las justificaciones que alegan la ingenuidad e inexperiencia de los altos mandos y la negligencia de los medios y bajos. Al contrario, con los hechos y con cada frase dieron argumentos a quienes sostenían que había un pacto inconfesable con el correísmo. Se materializó la hipótesis de que la liberación del sentenciado era el pago de una deuda adquirida previamente. Era el costo de la mirada oblicua de la bancada obediente y no deliberante para que la ley tributaria entre en vigencia automáticamente. La primera cuota de ese pago fueron los votos –decisivos para la amnistía– que aportó el bloque gobiernista.

Es posible que este sea uno de los casos en que se cumple aquella máxima de la sabiduría popular, acerca de los plazos y las deudas. Al Gobierno se le habría acabado el plazo y no le quedaba otra opción que el pago al que se había comprometido. Al aceptar esa hipótesis se desvanece la sorpresa inicial que causaron las respuestas del presidente y sus colaboradores. La evidencia era tan contundente que lo más conveniente habría sido aceptarla y asumir el costo sobre su propio futuro. Al fin y al cabo, por su cuenta y riesgo se embarcaron con el chulquero. (O)