El 2 de mayo de 1960, al mediodía, estaba con mi abuela en el patio trasero de la casa de mis padres en Cotocollao. Mi madre salió y contó “han ejecutado a Chessman”. La abuela se llevó las manos a la cabeza exclamando “¡qué horror!”. No sé cuál haya sido su opinión sobre la pena de muerte, cualquiera que haya sido, a una mujer bondadosa como ella, la muerte de un ser humano en las chocantes condiciones que tienen siempre las ejecuciones le producía espanto. Mi madre narró brevemente detalles del suceso que había oído en la radio. Caryl Chessman fue muerto en la cámara de gas de la prisión de San Quintín en California, acusado de rapto y violación. El caso produjo reacción en Quito. Hubo protestas públicas y fue notable la actitud de un pintoresco político lojano que amenazó con suicidarse si se consumaba la ejecución. Cumplida la condena, los graciosos de esta ciudad le pedían que hiciera honor a su palabra. El promitente suicida se salió por la tangente, diciendo que habló de un suicidio simbólico.
Tal revuelo en este país lejano del lugar de la ejecución era un eco de la sensación que causó en todo el mundo la historia de Caryl Chessman. Delincuente habitual de poca monta, fue acusado de ser el “bandido de la luz roja”, que aterrorizó a California con violaciones que realizaba intimidando a parejas con un faro giratorio rojo, similar a los usados por la Policía. Inicialmente confesó ser el criminal buscado, pero luego se desdijo, aduciendo torturas y malas interpretaciones. Declarado culpable de robo, secuestro y violación, se le sentenció a muerte aplicando de manera muy discutida la “ley Lindbergh”, que sería reformada estando Chessman todavía vivo, pero se consideró que no podía aplicarse retroactivamente. En la prisión escribió un libro que fue de los mejor vendidos de entonces y sobre el que se hizo un filme. Luego estudió latín y llegó a graduarse de abogado, cometiendo el error de intentar defenderse él mismo. Inteligente y carismático, su causa despertó muchas simpatías. Finalmente perdió la batalla de doce años contra el establecimiento judicial y fue ajusticiado en una forma considerada entonces menos cruel. Es paradójico el efecto que provocan los distintos métodos inventados para hacer “más humana” la pena de muerte, desde la guillotina hasta las inyecciones letales, lejos de ser bienvenidos por aliviar el sufrimiento del reo, su refinamiento técnico produce repugnancia. Buscan la muerte perfecta, pero se quedan en el asesinato perfeccionado.
Este recuerdo de más de sesenta años se avivó por la campaña en contra de la condena a muerte del ecuatoriano Nelson Serrano en Florida, basada en argumentos que, si no se tratara de un hecho tan bestial, serían risibles. Esta sentencia ofende al país al haber sido el acusado secuestrado violando la soberanía nacional con sobornos a funcionarios corruptos. La ejecución de una persona no es una pena judicial, sino una concesión a una comunidad que ansía el sacrificio de una víctima propiciatoria. Irreparable, inexacta y peligrosa, es un atavismo primitivo que no repara el daño causado por el delito y, como toda venganza, solo deja un sabor de ceniza. (O)