Hubo un tiempo en que las universidades buscaban, sobre todo, profesores que hubieran pasado por la industria. Era un requisito casi natural, pues si ibas a enseñar automatización, ingeniería o administración, debías haber pisado una planta, dirigido un proyecto o enfrentado un problema real. La docencia universitaria no se concebía sin ese contacto con la práctica. Con los años, la normativa cambió y la Ley Orgánica de Educación Superior (LOES) y sus reglamentos impulsaron la figura del docente de tiempo completo, con dedicación exclusiva a la universidad, como un modo de fortalecer la investigación y asegurar la permanencia académica. Esa decisión tenía sentido en un contexto de universidades desordenadas, con profesores por horas y sin una carrera docente organizada y reglamentada. Pero, con el tiempo, esta decisión produjo un efecto colateral que se basa en la desconexión progresiva entre la universidad y el mundo real del trabajo.

Hoy, quien trabaja en la industria difícilmente puede enseñar en la universidad y, más que enseñar, transmitir su experiencia práctica y el estado real de lo que la academia aborda. En cambio, muchos docentes universitarios nunca han ejercido fuera del aula, por lo que se convierten en profesionales formados dentro del sistema académico, que reproducen su propio mundo, a veces brillante en teoría, pero distante de la práctica.

El resultado es visible, pues produce egresados con títulos sólidos, con muchas especializaciones adjuntas al título principal, pero con poca comprensión de los procesos, las urgencias y la cultura industrial. Jóvenes ingenieros que no saben qué hacer si no existe un plano de campo, economistas que nunca negociaron un contrato o han estado bajo las condiciones de presión de alguno, comunicadores que jamás pisaron una redacción, y muchos casos más.

La formación universitaria debería ser el punto de encuentro entre el saber y el hacer, entre la reflexión y la práctica. Sin embargo, el modelo de dedicación exclusiva pensado para fortalecer la academia ha terminado por cerrar las puertas a quienes podrían aportar la mirada del mundo productivo. En muchos países, las universidades combinan ambos perfiles, siendo el uno docente investigador y el otro docente vinculado a la industria. En Ecuador, en cambio, la regulación ha convertido esa convivencia en una excepción.

Tal vez ha llegado el momento de revisar ese esquema. No se trata de restar valor a la carrera académica, sino de reconocer que la experiencia profesional también es una forma de conocimiento. Que la investigación sin práctica puede volverse estéril, y que la práctica sin reflexión se agota en la rutina. Esa puede ser una razón de que los procesos de I+D jamás han despegado en el Ecuador. El país necesita una universidad con las ventanas abiertas, donde el conocimiento circule en ambas direcciones, el de la academia a la industria, y el de la industria a las aulas. Porque, al final, no hay innovación sin contacto con la realidad, y ninguna educación superior puede considerarse completa si se enseña desde el aislamiento. (O)