Esta tarde, a las diecisiete horas, estaremos recordando con intenciones de homenaje y con pretexto del próximo Día del Libro a Carlos Calderón Chico. El implacable tiempo nos obliga a contar ya diez años de su muerte, pero por muy joven y tempranero que se sea dentro de la cultura en Guayaquil, tiene que haberse oído su nombre. Me pone triste constatar que tengo a varios Carlos importantes dentro de mis duelos personales y exhibir esta vida de sobreviviente, que rememora y escribe.

Bueno sería recordar en qué momento y circunstancia entra determinada persona en nuestro círculo propio. Yo vengo de una larga y estrecha amistad con Carlos Calderón, pero no puedo precisar cuándo empezó: me veo dentro de mi vehículo con él a mi lado, en repetidos trayectos al ser habitantes del sur de la ciudad; me oigo enzarzada en conversaciones que revisaban la actividad literaria de nuestro contorno. El lazo se hizo más cercano; conocí a su familia. Yo, adversa al teléfono, sostuve innumerables pláticas con él para planificar un acto público, para escribir un libro.

Carlos estaba poseído por un acelerado activismo. Impulsaba presentaciones, dirigía ediciones, nutría incansablemente su biblioteca, que se convirtió, por medio de su peculio, en una de las mejor provistas de la ciudad. Algunas veces me invitó a las incursiones que hacía los domingos muy temprano por los puestos de venta de libros, para buscar esas primeras ediciones y rarezas de las que era un perseguidor. Ya solo e instalado en una casa de la calle Tulcán, cubrió de perchas todas sus paredes, hasta el baño, para albergar tan valioso contingente. Y como su condición de estudioso rebasó los ámbitos de la literatura y se explayó a la historia, duplicó sus intereses y sus volúmenes. Muchas veces me confesó preocupación sobre el destino de esa biblioteca que, generosamente, abría a solicitantes. Investigadores extranjeros se sentaron a su mesa para leer y comer.

Carlos fue profesor, periodista, investigador, gestor cultural. Y todo lo hizo con pasión...

Fue un hombre comprensivo con mis exigencias lectoras. Recuerdo que presenté su primer libro, Literatura, autores y algo más, en 1983, y fui severa con las debilidades tipográficas y de redacción que el libro exhibía. Lo aceptó serenamente e hizo un mejor seguimiento a la impresión de los siguientes. Me eligió para presentar la edición de Los cuadernos de la tierra que puso en circulación la Universidad de Guayaquil, bajo su dirección, en una noche feliz en la cual se sentaron juntos en el paraninfo Jorge Enrique Adoum, Francisco Tobar García y Rodrigo Pesántez Rodas. El “viejo vagabundo” –como firmaba Tobar– recogió hasta mis palabras en una inolvidable columna.

Carlos fue profesor, periodista, investigador, gestor cultural. Y todo lo hizo con pasión, con voz enérgica, con pluma ferviente. Supe del rigor y exhaustividad con que preparaba sus entrevistas. Fue cercano a muchos personajes del país y los hizo desfilar por Barricaña, donde mantuvo cuatro años de intensa actividad cultural. En ese escenario, pretendimos lanzar la candidatura de Adoum al premio Cervantes.

Carlos fue un hombre-libro. Siempre caminaba con varios bajo el brazo; planeaba otros; los encontraba en diferentes ciudades del país. Hablaba de ellos con el amor que tuvo a sus hijos. Fue bueno tenerlo como amigo, tan bueno como es hoy evocarlo y recrear su paso por la vida. (O)