Entre las múltiples fantasías que se elaboraron con el regreso a la Casa Blanca de su actual inquilino estuvo aquella de las esferas de influencias. Se anunció que los Estados Unidos renunciaría a la visión de líder unipolar que venía, mal o bien, protagonizando desde 1990 una vez que había colapsado el Imperio soviético. La Gran Estrategia de George Kennan, Harry Truman y compañía había funcionado. Pero ahora la superpotencia estaba de retirada. El mundo se repartiría en esferas de influencia. Un reparto al más puro colonialismo del siglo XIX o como el sucedido en Yalta. Washington se retiraría de su papel de guardián de ese orden liberal que él construyó sobre los escombros de la Segunda Guerra y que tantos beneficios trajo al mundo, pero especialmente a su creador. Libre comercio, democracia, Estado de derecho, libertad de prensa, derechos humanos, multilateralismo, cooperación, y más principios quedaban de lado. Y en este imaginario de esferas de influencia a Washington, obviamente, le tocaba en propiedad nuestra región; su histórico patio trasero que lo había abandonado una vez terminada la Guerra Fría. Se habló por allí de que Washington tenía que volcar sus energías no en guerras eternas al otro extremo del mundo, y dejarse de predicar el evangelio de Jefferson, sino concentrarlas en la región a la vuelta de la esquina. En el escenario de una nueva Guerra Fría con China –un gigante que hoy crece velozmente–, Latinoamérica estaba llamada a convertirse en una pieza esencial en su defensa.
En esa visión de asegurar su hegemonía regional, Washington debía tener algún plan, una ruta. Una estrategia llamada a convencer a la región de que su futuro estaba asegurado bajo un liderazgo que consolide esa nueva visión dentro de las históricas coincidencias y diferencias que nos han unido y separado. Pero nada de eso ha ocurrido. Sueños de perro, como se dice. Lo único que la región ha sentido hasta ahora es un enorme vacío que solo se llena con la coerción económica y las amenazas, la imposición de irracionales aranceles que suben o bajan según el humor del día, el rompimiento abierto de tratados comerciales como el difunto Nafta 2 y las groseras interferencias en asuntos internos. El canal de Panamá es nuestro. Canadá debe convertirse en el estado 51 de la Unión. Porque la justicia brasileña ha encausado penalmente a mi amigo Bolsonaro por el delito de sedición, a Brasil le clavo altísimos aranceles. Y así por el estilo. Al menos para Teodoro Roosevelt, junto con el garrote irían las zanahorias. Hoy parecería que solo hay el primero.
Las relaciones interamericanas tienen una compleja historia. Creer que esa historia puede ser ignorada de un plumazo es un absurdo. La fantasía de las esferas de influencias ha sido eso simplemente, una fantasía que ya no la creen ni quienes la lanzaron. Los intereses de los Estados Unidos no lo dejarán abandonar su liderazgo mundial. Por más que quiera hacerlo. Su enfrentamiento con China no será fácil. Y aunque no lo crea, necesitará de aliados, como los necesitaron en el pasado todas las potencias hegemónicas. Aliados que merecen ser tratados como tales. Debemos confiar en que la tormenta pase y que prime la racionalidad, pues lo que se ve hasta ahora es simplemente el reino del caos y el imperio del desorden. (O)