El presidente Noboa gobierna desde mi tierra. ¿Sabrá él cuándo fue fundada? Que su nombre quichua era Llactacunani, decía papá; que antes la llamaban solamente Tacunga, decía papá; que también se llamó San Vicente Mártir, decía papá. Para mí siempre fue Latacunga, así, con el artículo pegado al nombre formando una sola palabra.
Para mí siempre fue fría y linda, siempre empedrada y ventosa, siempre andina y nostálgica. Pero antes, mucho antes de que yo la conociera y de que papá y su papá la conocieran; y antes, mucho antes de que al tío abuelo Alberto se le hubiera dado escribirle un himno (que, como todo himno que se precia, es el segundo mejor del mundo después de la Marsellesa); antes, mucho antes, ya era páramo frío, lindo, pedregoso, ventoso, andino, nostálgico.
A ese páramo llegaron los españoles que, maravillados, siguieron la pista del gran Cotopaxi. Vieron su nieve altísima en forma de cono, su cráter ladeado y tenebroso que se abre como una boca cavernosa, oscura, escarpada. Seducidos por el monte andino, atravesaron ríos, quebradas, lomas.
Estaban exhaustos, pero el brillo del sol en la nieve les cegó las entendederas y les hizo seguir a tientas, a ciegas, a locas. El hambre y la sed los mermaban; sus cuerpos quedaban arrimados a las chilcas, colgados de los pumamaquis, enredados en los helechos, prendidos en las tunas. Fue la entereza y paciencia de las chuquiraguas lo que los hizo seguir.
Algunos muertos siguieron caminando junto a los vivos; algunos vivos se cansaron junto a los muertos, pero con tenacidad llegaron al pie del volcán. Bebieron agua de cristal en la laguna de Limpiopungo; comieron niguas y tunas. Sobrevivieron y vieron la llanura al fondo: despejada, acogedora, con una lindura que invitaba a llegar. Guiados por el sonido del viento avanzaron hasta el cerrito de Callo; temerosos, lo ladearon; su redondeada perfección los asustó. Guiados por una sombra inquietante, se toparon con otros montes: los Ilinizas. Guiados por el sonido del agua, llegaron hasta el río Cutuchi. Guiados por la nostalgia, llegaron a Tacunga. Y ahí se asentaron y soñaron que muchos años después un poeta escribiría un himno que describiera lo que veían maravillados: Latacunga, pensil de los Andes, / incrustada entre frondas / y prados, do surgieron / los más denodados, / los filántropos, sabios y grandes.
Fue de esos prados de los que se apropiaron lentamente, sin hacer mucho ruido, no fuera a ser que el Cotopaxi se despertara y de un bramido los barriera en lava, en piedras, en humo olor a azufre, en ceniza densa. En silencio decidieron soñar el mismo sueño del poeta que también escribiría: Nunca el sol alumbró ni / la luna más fecunda porción / de la Tierra: alta, heroica / en la paz y en la guerra, y / de insignia y de heroica, la cuna.
Al despertar entendieron que el frío nunca se iría, que su piel y sus huesos tendrían que acostumbrarse. Y ahí se asentaron y ahí se quedaron y le pusieron nombre: Asiento de San Vicente Mártir de Latacunga; y le pusieron fe. Y la poblaron de filántropos, de sabios, de grandes que el sueño del poeta les había revelado.
Años después, el capitán Antonio Clavijo la volvió a fundar como Corregimiento. (O)