Decía José María Velasco Ibarra en su obra Tragedia humana y cristianismo que “el hombre cristiano es vigilante. Está en acecho del mal para oponerle el bien. Es luchador. El amor y la fe le hacen luchador, constantemente luchador. Es valiente porque el peligro, la muerte son su redención. Es optimista; porque todo está hecho para la victoria de la verdad a pesar de las espesuras del crimen. Es claro, enérgico en la claridad; porque sólo la verdad desnuda, conmovida y electrizada penetra en los corazones. Es comprensivo y tolerante, porque sabe el misterio de las almas, la tragedia del hombre caído y respeta como cosa sagrada la libertad de las conciencias. El hombre cristiano, con la mirada en el cielo, en el infinito azul, con los pies en la tierra; elevando la tierra hasta el cielo y procurando que el cielo baje a la tierra, es el factor de mayor eficacia para ayudar a la humanidad a cumplir sus destinos. Toda buena voluntad, fuera del cristianismo y aún contra el cristianismo, todo sacrificio, toda luz, si son movidos por la sinceridad y el amor, concurren directamente o por contraste a aclarar el problema de la especie”.

El sucesor de Pedro

Francisco y el ‘Lunes del Ángel’

Decía también que “el hombre moderno, nervioso en grado sumo por la técnica, el movimiento y las incesantes noticias, es más simplista, más unilateral, más desarticulado que el hombre de otros tiempos. No ve el conjunto en nada. No es capaz de apreciar la importancia de cada uno de los factores de la vida, de cada una de las facultades del alma por contradictorias que entre sí aparezcan. Para unos sólo la dulzura importa y para otros la firmeza es la cualidad sobresaliente, olvidando que la complejidad de la vida impone unas veces la dulzura y otras la firmeza...”.

Estos señalamientos, antes de la referencia al hombre moderno, describen en forma perfecta a ese gran regalo de Dios, de la vida y del amor que fue el papa Francisco. Conjugó la humildad, el amor, el mensaje sincero y profundo, la entrega, la bondad, la igualdad, entre otros. Su pensamiento, su doctrina, su actitud difícilmente serán olvidados. Su creatividad y profundidad se plasmó en diversas encíclicas.

Así, en DILEXIT NOS afirma, entre otros: “En este mundo líquido es necesario hablar nuevamente del corazón, apuntar hacia allí donde cada persona, de toda clase y condición, hace su síntesis; allí donde los seres concretos tienen la fuente y la raíz de todas sus demás potencias, convicciones, pasiones, elecciones... En el tiempo de la inteligencia artificial no podemos olvidar que para salvar lo humano hacen falta la poesía y el amor. Lo que ningún algoritmo podrá albergar será, por ejemplo, ese momento de la infancia que se recuerda con ternura y que, aunque pasen los años, siguen ocurriendo en cada rincón del planeta.

La humildad, la nobleza, la transparencia, la pureza de corazón son virtudes profundas que debemos vivirlas y compartirlas día a día en un mundo parcialmente desbocado por el culto a la superficialidad, a la vanidad y a la estupidez.

La vida es un permanente aprendizaje. Hay que vivirla con objetividad y esfuerzo constante, sin olvidar nunca los ideales. (O)