En tiempos en los que se habla de cambios, o al menos de intenciones de hacerlos, como los actuales, bien valdría poner en el tapete de la discusión nacional, con responsabilidad, la urgencia o no de una alfabetización mediática e informacional entre las prioridades del sistema educativo.

Porque si la ciberinformación ha venido creciendo sola y, en muchos casos, sin podársela adecuadamente, como se hace con los árboles para que no crezcan torcidos, ya es tiempo de que sociedades se tomen muy en serio el tema que hace rato dejó de ser una moda para convertirse en el hilo conductor de la cotidianidad: la tecnología, sin manual de instrucciones, puede ser más peligrosa que un tsunami.

Son tiempos de hiperinformación, pero ahora también hay que ponerle mucho ojo a la hiperopinión, que circula a velocidad de la luz por las cuentas y redes, sin reparar en cuán útiles o cuán manipuladores serán criterios diseminados masivamente.

No quiero teorizar sobre alfabetización mediática, ya existen muchos estudios y tras de ellos, equipos enteros de investigadores a consultar. Pero sí quiero compartir uno de los hechos que me llevó nuevamente a pensar en su necesidad: hace unos días una colega periodista, querida y valiosa, compartía en Twitter su ansiedad porque estaba muy cerca de llegar a los 10.000 seguidores y su propósito de conseguir esa meta, a lo que uno de sus seguidores le aconsejó que opinara mal de un reciente expresidente, porque eso era un método efectivo de crecer en dicha red social.

La colega, criteriosa, no acogió tal receta, pese a lo cotidiana que parece ser su aplicación en el mundo digital y que constituye a todas luces el paso de la información falsa (fake news), a la opinión falsa (fake opinions), impulsadas ambas por algoritmos que pueden trepar en la tendencia y dejar réditos a quien las practica.

Si para muchos la confiabilidad en la información, el qué de los hechos, ya está perdida en un proceso de deterioro que empezó, con justicia o no, desde antes del boom digital, esa pequeña isla de refugio que constituye la opinión responsable y útil, el porqué de los hechos, naufraga ya entre audiencias que, ante la falta de contextos, mayoritariamente no saben diferenciar entre realidad o no.

Las fake opinions, dicen quienes las estudian, son criterios emitidos no a partir de hechos ni convicciones, sino a partir de extremos y posturas preestablecidas que al activarse repetidamente imposibilitan que la audiencia tenga la certeza de si aquello que se está diciendo es una interpretación ficcionada o la emisión de un punto de vista sobre un suceso relevante.

La imaginación del emisor influye en la realidad de la audiencia, definitivamente: una opinión exacerbada, aunque artificial e histriónica, puede llevar a que esa actuación logre reflejo real en la actitud de una audiencia que juzgará a una institución o personaje en niveles tan explosivos como sea la escena montada a través de fake opinions.

Saltan entonces las alertas: algo hay que hacer en pos de la alfabetización informacional, porque si ya muchas audiencias desconfían del dato, si también desconfía de la opinión, no quedará nada. (O)