Mamá murió un día de un mes de julio, no recuerdo la fecha exacta, pero a ella sí que la recuerdo. No puedo escribir todo sobre mi madre, tal vez algo, tal vez poco, pero no mucho. Quiero describirla y no hay palabras. No sé si alcanza con decir aretes, collar de perlas, tacones altos, perfume, pañuelos de seda. No sé si alcanza con decir delantal, zapatos bajos, olor a pan, telas, hilos, lanas, agujetas. Y es que esa era mamá: la elegante cocinera, costurera, agenciosa ama de casa.

Debajo del delantal a cuadros y el olor a pan recién horneado emergía perfecta, acicalada. El pelo en su sitio, el collar a juego con los aretes, el pañuelo de seda a juego con el vestido impecable, los zapatos a juego con la cartera.

De las manos, que me peinaban dos largas trenzas, me vestían con vestidos cosidos por ella y me ponían los zapatos de charol, salía una bruja retadora: “No salgas sola a la calle, no desordenes tu habitación, no comas golosinas antes del almuerzo, no invites amigas sin avisarme, no juegues puesta la ropa de calle, quédate quieta mientras te peino, no me hagas perder la paciencia, ni se te ocurra hacer pasteles mientras yo no esté…”.

Al traste la opinión ajena

Llegué a destiempo a una casa limpísima, impoluta. Nací muy tarde en una familia ordenada, educada, perfecta. Y cuando ya estuve allí, decidí jugar sin parar, desordenar sin compasión y ensuciar. Yo fui una suerte de Rey Midas al revés: lo que tocaba lo rompía, lo ensuciaba, lo desbarataba; especialmente el buen genio de mamá.

Insoportablemente estricta, pero con una ternura incontable; poseedora de un sentido del humor tremendamente oportuno y lapidario, jamás le oí levantar la voz. Las órdenes las daba con los ojos, esos enormes ojos negros que perdieron su luz, pero nunca su intensidad.

Mamá fue una mujer decente, con una dignidad de acero que mantuvo hasta el final: “Yo me baño parada”, dijo cuando intentamos ponerle una silla plástica en la ducha, dos días antes de morir a los 100 años, 8 meses y 1 día. Y es que fue necia, independiente, liberal de cepa como su padre y su antepasado el general Manuel Tomás Maldonado.

Así como sus pañuelos de seda y su delantal a cuadros; su perfume y su olor a pan; su aire, que parecía un desaire, y su sencillez no fueron en ella una contradicción, así mismo combinó el liberalismo y la religión: “Yo soy creyente, pero jamás curuchupa como tu taita”.

Socorro perpetuo

Su tozudez la llevó a no envejecer: “Mi problema es que mi cabeza no sabe que mi cuerpo ya tiene 100 años”, decía cada día al bajarse de la bicicleta estática después de haber pedaleado media hora.

Fue jodida la señora, jamás se quedó callada ante nada. Tenía férreas opiniones, a veces hilarantes, gracias a su humor oscuro; a veces rotundas, gracias a su agudeza feroz. Aunque los ojos no le permitieron leer hasta el final, siempre estuvo enterada de todo.

No sé si fue justo que me tocara una mamá como ella. Pero tampoco sé si fue justo que le tocara una hija como yo, dudo.

Recuerdos iniciáticos

Tuve suerte, pienso, cada vez que hundo las manos en una esponjosa masa de pan. (O)