Las ciudades en torno a los ríos han sido históricamente centros de civilización y progreso. Hoy más de 2.000 millones de personas dependen de ellos y alrededor de 500 millones viven en deltas fluviales.
Estos ecosistemas sostienen cerca de 60 millones de empleos en la pesca de agua dulce, y aportan el 12 % de la captura mundial. En Ecuador, la economía azul representa alrededor del 10 % del PIB, impulsada en gran medida por la industria camaronera. Según la Cámara Nacional de Acuacultura, el sector genera más de 300.000 empleos y de acuerdo con el Banco Central, en los primeros meses de 2025 las exportaciones de camarón sumaron $ 3.462 millones, superando incluso al petróleo.
Pero esta riqueza convive con una cara oscura, en América Latina, África y Asia, el 23% de los tramos de ríos presenta contaminación patógena y el 10 % contaminación orgánica. El dato regional es contundente, en Ecuador, apenas el 8 % de las aguas residuales recibe tratamiento; en Costa Rica el 15 %, en El Salvador el 10 % y en Belém (Brasil) solo el 2 %. Aun así, existen experiencias positivas: Montería, Guayaquil y Santiago de Chile han alcanzado coberturas cercanas al 100 % en tratamiento de aguas residuales; es decir, es posible revertir esta tendencia.
¿Petróleo con responsabilidad? Sí
A esta complejidad ambiental se suma la limitación financiera. En América Latina la deuda pública alcanza el 70 % del PIB, los créditos para ciudades rondan el 18 % anual y los techos de endeudamiento están al tope, reduciendo la capacidad de inversión.
Frente a esta realidad, los mecanismos financieros basados en la naturaleza son una alternativa. América Latina posee activos como biodiversidad, agua y bosques que pueden transformarse en liquidez a través de instrumentos como bonos de sostenibilidad, créditos concesionales o canjes de deuda por naturaleza. Estos últimos permiten renegociar obligaciones financieras a cambio de compromisos de conservación, generando un alivio de la deuda.
Ecuador ya demostró en 2023 con un canje de deuda que representó un alivio de $ 1.100 millones y movilizó $ 450 millones para la protección de 60.000 km² de mar. Un acuerdo en la Amazonía convirtió más de $ 1.500 millones de deuda en inversión para conservar 4,6 millones de hectáreas y 18.000 km de ríos. Y el río Lempa en El Salvador también mostró resultados, el refinanciamiento de $ 1.031 millones en bonos permitió un ahorro de $ 352 millones.
Estos casos exitosos plantean una pregunta: ¿por qué no hacer lo mismo con el estero Salado de Guayaquil? Este ecosistema, amenazado por la presión urbana, podría beneficiarse de un esquema similar que alivie las finanzas municipales, abra la puerta a fondos internacionales y promueva la recuperación ambiental, con beneficios directos a la calidad de vida de la ciudad.
Imaginemos si cada decisión presupuestaria incorporara la biodiversidad como variables. El estero Salado no es solo un cuerpo de agua, es un activo estratégico para la ciudad, convertirlo en un mecanismo financiero debe considerarse una inversión que fortalece el futuro de Guayaquil. Es hora de decirlo sin miedo, rescatemos el estero Salado. (O)










