Pensé que la tristeza me venía de haber estado leyendo a Pizarnik, pero la voz me recordó que es un sentir ancestral, añejo, viejísimo que siempre llega con las primeras luces de Navidad.

Al oír que pasaba el carro recolector de la basura, abandoné la mesa, los potajes, los invitados y bajé rauda para entregar una pequeña propina.

Santa Claus is watching…

“Dios le pague”, me dijo, y como un taladro me perforó el cerebro dejando dentro de mí un eco cercano, multiplicador e insistente, insolente: Dios le pague/ Dios le pague/ Dios le pague…

“Dios le pague”, esa frase vieja y humilde que la gente pobre de mi país todavía usa para decir “gracias”. Un gracias potente que lastima, que punza, que duele, porque es un gracias que, quien lo dice, lo siente inmerecido. ¿Por qué me da si yo no lo merezco?, es la interrogante que parecería llegar implícita con la frase, con el tono de yaraví al decirla, con la cabeza gacha al recibir.

Todavía en total conmoción y casi sin voz le pregunté: —¿Puede esperar para traerle unos caramelitos?

—Claro, señito.

Volví con las fundas de dulces y él me regaló un nuevo “Dios le pague, feliz Navidad, señito”.

Lo que quedó de mí volvió a la mesa, al potaje ya frío y desabrido, a los invitados, a mi nieto, a mis pedazos disfrazados de sonrisa.

Entonces recordé mi vieja tristeza, esa que estoy segura la sembró papá al no dejarme sacar la muñeca italiana que me regaló el padre Pino, o el enorme oso de peluche rojo con blanco, o la Barbie, o la pelota, o los patines… “No todos los niños recibieron regalos, no los saques”, insistió Navidad tras Navidad. Y así me nació la conciencia.

Todas las semanas pasa el recolector de basura por nuestras calles, para que vivamos bien, pero tiene que ser Navidad para que a mí se me ocurra agradecer su trabajo. Lo mismo pasa con los guardias que vigilan día y noche para que nos sintamos seguros; y con una cantidad de gente a quien deberíamos agradecer a diario, pero no lo hacemos.

A transparentar todo

Lo más duro es que mi tristeza o solidaridad no sirve para un carajo, no está en mis manos nada más que trabajar con honestidad. Me pregunto si a los políticos, los banqueros, aquellos seres de mente obesa a quienes no alcanzará la vida para gastar sus fortunas, sentirán por lo menos una “basurita en el ánimo” (Mafalda/Quino), o si después de oír la frase lapidaria volverán al derroche, a la francachela y a la comilona. Volverán tan tiesos y tan majos como el hijo de Rana, Rin Rin, renacuajo.

Lo que más duele es saber que a mí tampoco me alcanzará la vida para ver este país sin niños desnutridos, sin hombres y mujeres violentos, sin tanta muerte en las calles. No, ¡qué me va a alcanzar!, si la salud y la educación son la última rueda del coche.

Como sociedad seguiremos dando migajas y oyendo los “Dios le pague” como oír llover. Seguiremos abarrotando, sin un ápice de conciencia, los centros comerciales y los supermercados. Seguiremos creyendo que los pobres lo son por opción, los veremos con desprecio como parte de un paisaje poblado de luces, cánticos y tarjetas de crédito a reventar. (O)