Seguimos atrapados en un laberinto de noticias reales, inventadas o deformadas, que se cruzan y se anulan entre sí, desde casi todos los ámbitos del conflicto: Gobierno, organizaciones indígenas, políticos, expertos y opinadores de ocasión… En medio de ese ruido, resulta difícil abrirse camino, pero a pesar de lo dicho me voy a permitir opinar.
Sin entrar en las raíces ocultas y determinantes de los conflictos en los que estamos (narcotráfico, minería ilegal, intereses políticos...) y abordándolo desde algunas de sus manifestaciones es claro que no se puede contentar a todos. Es propio de la democracia, gobierna la mayoría, con el aporte y escuchando a las minorías.
El Poder Ejecutivo no es un foro de debates, sino una instancia de decisión, que debe cuidar a los más vulnerables. Y esas decisiones son limitadas por otros poderes del Estado, aunque no nos guste. Quienes los ejercen no son ajenos a nosotros. Salieron de nuestra sociedad. Son el espejo en que no queremos reconocernos.
La violencia de los paros no es un accidente. Es el desborde de tensiones guardadas durante siglos: entre lo individual y lo colectivo, entre la voz de la comunidad y la urgencia de cada familia por sobrevivir.
Se invoca la “pureza indígena”, pero esa pureza no existe. Los pueblos originarios son fruto de cruces, migraciones, lenguas y culturas que se entrelazaron. Los conquistadores incas fueron autoritarios. Trasladaban poblaciones enteras de un lugar a otro de su imperio para mantener la sumisión. El mestizaje –indígena, cholo, blanco o negro– no es una traición, es riqueza y supervivencia. Lo que debería ser orgullo se ha convertido en motivo de reproche. Tal vez solo los pueblos no contactados conserven una pureza de raza, pero incluso eso es discutible.
Y tampoco basta nacer en una etnia para que una causa sea justa. No es lo mismo ser de una raza que ser bueno. Dentro de las comunidades también hay luchas y fracturas que revelan juegos de poder que prolongan el conflicto.
La tensión entre campo y ciudad es otro frente. El campo reclama justicia, la ciudad, alimentos. Se necesitan mutuamente, pero se tratan como enemigos. En esa pulseada se resquebraja el país.
El diálogo de 2022 fracasó porque quiso abarcar demasiado: demasiadas demandas, demasiadas mesas, demasiadas palabras. Y cuando todo es urgente, nada avanza. No se pueden curar siglos de exclusión en una semana de reuniones. Como en una familia herida, las cicatrices no se cierran con abrazos rápidos ni con discursos solemnes.
El camino es otro: elegir unas pocas demandas, cumplirlas con seriedad y avanzar paso a paso. Lo urgente primero, aunque no sea lo más importante. Solo así se reconstruye confianza, que abre luego la puerta a lo esencial.
La psicología social lo explica: un pueblo herido reacciona como una persona herida. Si se niega su dolor, estalla. Si se lo escucha y se le cumple lo mínimo, puede empezar a sanar.
Lo deseable es amplio: justicia, equidad, inclusión real. Pero lo posible se construye en etapas. Si insistimos en quererlo todo de golpe, quedaremos atrapados en la nada. La salida no está en la grandilocuencia, en las amenazas, ni en la violencia, sino en un camino paciente y firme que, paso a paso, haga posible lo que hoy parece inalcanzable. (O)